La semana pasada salía manejando de mi casa, como a 10 para las 7 de la noche, rumbo a una exposición. Me ocurrió algo terrible que pudo ser mucho más terrible. Cuando llego al cruce de la avenida Chorrillos (llamada Pedro de Osma, en Barranco) con la calle Othon Gastañeta, veo el semáforo verde, en teoría, señal inequívoca, indubitable, de que podía cruzar.
Ya sé que en nuestro país hay que cuidarse las espaldas y cuidar, de paso, las espaldas ajenas porque un semáforo no es garantía de nada. Lo sé, lo sabemos. Hay que mirar a ambos lados, así estemos en verde, porque aquí, en nuestra jungla, uno nunca sabe, ¿no? Ya está, hay que vivir con eso, con la idea de que, a pesar de que uno cumpla con las normas, los demás puedan no cumplirlas y viceversa. ¿Cuántas veces los peatones cruzan en verde? ¿Cuántas veces los autos, de transporte público y privados, se pasan la luz roja?, ¿Cuántas veces los autos, de transporte público y privado, se detienen, paran, en luz verde? Hay que mirar, sí, hay que mirar a ambos lados, por si acaso el prójimo no cumpla con las normas para todos.
De noche, sin embargo, no basta mirar, porque si el otro vehículo, motorizado o no, no tiene luces, bien puedes no verlo, es lógico, natural. Si tus luces no apuntan hacia el objeto que viene de costado, pues de noche lo más probable es que no lo veas, salvo que tengas vista de lince, menos todavía cuando tu principal objetivo de mira es un semáforo en verde, que es lo que rige.
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Sin saber lo que me esperaba, inclusive aún con mi ojo entrenado para manejar en esta selva, aprieto entonces el acelerador, suavemente, por fortuna, para pasar el cruce cuyo semáforo me indicaba, no solo que podía pasar, sino que debía pasar. Son las reglas de tránsito, aunque ahora me suene aún más ingenuo citarlas. De pronto, súbitamente, mi parabrisas es colisionado por algo que lo destroza, lo hace añicos, los vidrios caen. Alcanzo a ver la silueta, la sombra de un cuerpo en medio del terror espantoso que estaba sintiendo en esos microsegundos, en los que mi cerebro procesaba el impacto y la posibilidad de haber matado una persona, de haber quitado una vida. Detengo el auto, me bajo y veo a un joven como de treinta años en el suelo, tocándose la rodilla. Gemía de dolor. A un lado, su bicicleta con la llanta torcida. El joven no llevaba casco, su bicicleta no tenía luces, su bicicleta tenía motor, el joven se había pasado la luz roja. Todo junto. Te pasaste la luz roja, le decían los transeúntes cuando comprobaban que el joven no se estaba muriendo, gracias a Dios. No me funcionaron los frenos, alcanzó a decir, tampoco yo lo vi a ud. ¿Estás bien?, pregunto, temblando en le vía pública. —Me duele, me duele. Tengo Soat, pensé, tengo el privilegio de tener seguro privado contra accidentes, también pensé, con alivio. No he tomado alcohol.
Yo solo crucé la luz verde, pensaba también, sintiendo mi vulnerabilidad ante el destino caprichoso, que había jugado en mi contra, aunque ahora que escribo, tal vez a mi favor, porque no maté ni herí a nadie. Llamé a una ambulancia del Samu, el joven casi se desvanecía, pero resistió. Felizmente estábamos frente a la clínica Maison de Sante, de la cual llegó la ambulancia a los pocos minutos. Felizmente, repito. Lo subieron a la camilla, se lo llevaron a la clínica. Llegó también la policía. Qué miedo. ¿Qué hago?, pensé, mientras agradecía que el joven estuviese vivo. ¿Gestiono el Soat para que lo atiendan o atiendo a la policía? ¿Qué se hace? Le pido permiso a la policía para acompañar al joven a la clínica. Lo van atendiendo. Le pido su nombre, su celular, solo tenía un documento transitorio, es venezolano. No estaba afiliado a ningún seguro, casi oficialmente, no existe en el país. Regreso al lugar del accidente, había testigos, muestro mis documentos a la policía, todos: tarjeta de propiedad, brevete. —Se pasó la luz roja, le decían a la policía los transeúntes. No importó.
Me llevaron a la comisaría en un patrullero, bajo sospecha de ser un criminal. Señor, hay dos opciones, me dijeron: si el joven tiene lesiones serías, usted se queda en la comisaría, pernocta, hasta asegurarnos de que el Ministerio Público inicie las investigaciones para determinar responsabilidades, así nosotros ya sepamos que el joven se pasó la luz roja, eso es lo que manda la ley.
Mi auto, mientras tanto, abandonado en medio de la pista, hasta que llegara el seguro y su grúa. —Tienen que traer el auto acá, me dijo la policía, lo tiene que revisar el perito, antes no se lo pueden llevar. Llegaron los representantes del seguro, me ayudaron. Me sentí un privilegiado por tener mis dos seguros, el privado y el Soat. Rindo mi manifestación, la toman a mano, me llaman los del Soat: el joven repartidor está fuera de peligro, solo fue un golpe, no hay fracturas, me dicen. Empecé a respirar cierta paz, en medio del infierno.
Llamo al joven, le digo que si podía venir en taxi, que se lo pago. Viene, sorprendido por mi responsabilidad, reconoce su error, me agradece por reaccionar y ocuparme de su situación. La policía lo ve sano. Firmamos un acuerdo, la denuncia continuó, pero solo por protocolo. Todo fue espantoso, todas las faltas en una sola persona, el joven, toda la mala suerte en mí. Está vivo y sin lesiones, pensé, qué alivio tremendo, poder dormir en casa y que no haya herido ni matado a nadie, qué terrible hubiese sido. Yo no tuve la culpa, pero me vi sumergido en un circuito de espanto, que duró horas.
El joven venezolano estaba bien, pero no tenía documentos ni tiene, no tenía seguro, ni tiene, no tenía luces, no tenía casco y manejaba una bicicleta eléctrica con motor, es decir, un híbrido no regulado. Me temo que hay muchos que piensan que, en un país tan salvaje como el nuestro, atreverse a usar una bicicleta es un acto de heroísmo que los exime de cualquier culpa. Algo así como que, por el hecho de usar una bicicleta como medio de transporte y no contaminar, el ciclista se convierte en inimputable, por encima del bien y del mal y hasta habría que premiarlo y agradecerle. No, señores, no es así.
Los ciclistas también pueden ser una plaga, también pueden ser tan salvajes, irreverentes, como los conductores, somos parte de la misma sociedad enferma de incivismo. No se puede comparar una bicicleta con un auto, dirán algunos, pero lo cierto es que una bicicleta también puede provocar desgracias, sobre todo a quienes las conducen de manera irresponsable o a otros por tratar de evadirlos.
Además, el peatón es más frágil que ustedes, señores, y muchos de ustedes no los respetan, a mí, una tarde, me atropelló una bicicleta, por ejemplo, que estaba contra el tráfico. Señores ciclistas, por favor, se los ruego: usen casco, usen luces de noche, si son intermitentes, mejor, revisen sus frenos, no se pasen el semáforo en rojo, no se suban a las veredas. ¡No vayan contra el tráfico, por Dios!. Las reglas, sí, las reglas, también son para ustedes. Son para todos. Lo que veo en las calles es horrible, muchos ciclistas no cumplen con ninguna de estas normas, exigencias.
Ustedes también pueden ser parte del problema, no tienen corona, ni huesos de acero.
René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.