Con el final del año suelen llegar las evaluaciones y balances de los meses que se van y, muy a menudo también, propósitos, planes y expectativas para el año que empieza. El balance del 2023 para la política, la economía y la democracia en el país es, qué duda cabe, negativo.
Lo más álgido quizás no sea el balance en sí mismo, sino cómo la crisis política constante, el fortalecimiento de la coalición autoritaria, la pérdida de derechos y el creciente desequilibrio económico han terminado por minar las esperanzas y expectativas de la ciudadanía, desmovilizando cada vez más el descontento y llevando a una sensación general de que “no hay salida”.
Creo importante poner sobre la mesa la necesidad y el deber de que quienes seguimos buscando esas salidas a esta grave situación nacional podamos abordar con seriedad la construcción de alternativas de futuro posible.
Y es que, luego de un año de Gobierno de la coalición autoritaria, queda claro que no basta con tratar de transmitir indignación o traducir las graves pérdidas institucionales para lograr que la desaprobación al Gobierno y al Congreso se transforme en una movilización definitoria, pues para ello la ciudadanía necesita tener “expectativas de que el futuro que se logre con las movilizaciones será mejor” (Coronel, O. 2023).
No vamos a lograr ser convocantes si nos quedamos cómodos siendo reactivos, si parece que nuestro único centro es defender “lo ganado”, que siempre fue poco, cuando lo atacan quienes buscan el poder absoluto; menos aún cuando se trata de la defensa de conceptos e instituciones que a las grandes mayorías les han sido siempre esquivas por lo que, muchas veces comprensiblemente, no sienten urgencia de su existencia.
No hay un pasado idílico al cual volver, nuestra democracia nunca fue perfecta, ni nuestros partidos representativos —ni qué decir de sus liderazgos— ni nuestro Estado penetraba el territorio y la vida de la gente en plenitud y eficiencia.
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La filósofa Marina Garcés habla de una “parálisis de la imaginación” que provoca que todo presente sea experimentado como un orden precario y que la idea de futuro parezca buscarse en el pasado.
¿Qué hacer entonces cuando no hay realmente un pasado hacia el que mirar?
La tarea entonces se intensifica, pues se trata de recuperar una expectativa de futuro —aún en medio de la desgastante tarea de evitar más retrocesos— desde la plena, pero responsable, imaginación.
Para construir esos futuros tenemos que empezar por poder imaginarlos más allá de nuestros parámetros y discursos de referencia tradicionales: mirar con responsabilidad y con apertura a los problemas cotidianos de la ciudadanía, ponerle calle a la teoría, escuchar más allá de nuestros algoritmos personalísimos y, desde la imaginación más radical, plantearnos transformaciones para el futuro que den sentido a la defensa del Estado y también de la democracia como espacio de ingreso de las grandes mayorías en la política.
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Que el gran propósito para el 2024 sea rebelarnos frente a nuestras propias formas de movilización y articulación, con la mirada puesta en lo que aqueja día a día a peruanos y peruanas, para plantear futuros mejores, para denunciar las falencias y pérdidas a la vez que dibujamos y transmitimos con claridad alternativas esperanzadoras.
Ojo que no se trata de una apuesta de meras buenas intenciones, nuestra coyuntura no está para palabras sueltas. Se trata de recuperar un sentido de futuro con claridad y radicalidad, de modo que la acción política resultante sea capaz de “movilizar a sectores de la población detrás de esos objetivos y, sobre todo, capturar el entusiasmo y la imaginación de las nuevas generaciones” (Stefanoni, P. 2022).
Sin esto, sí que no habrá salida, y habremos perdido, o entregado, la posibilidad de un futuro común y mejor.