Cuando nuestro Niño nacía en medio del oloroso guarango, el paisaje tenía que alcanzar para el selvaje, los wicundos y la champita. Eran épocas de alegría, de cenar bien temprano y salir a la calle a perseguir a las pastorcitas, como si la vida dependiera de ello. Era Navidad y a nosotros solo nos importaban los bocaditos y el chocolate que servían en cada belén al que estas niñas visitaban.
Las recuerdo cantando: Una peregrina/ Más linda que el sol/ A Belén se parte/ Con gracia y primor (…) y bailando, moviendo las sonajas. “Allí está el viejo”, me decían, señalando a otro personaje de la danza. Cuentan que se trataba de un pastor anciano y jorobado, tenía barba y un bastón de madera. Y ¿aquellos? ¿Son los Reyes Magos? Pues sí, con su corona de oropel y una capa de tela suave con filos grecados. Y así completábamos la estampa a la que no le quitábamos la vista, porque luego de cumplir el ritual debían salir e irse a buscar a otro Jesús recién nacido.
Ellas, las pastorcitas, danzaban ataviadas de su traje tradicional: una falda negra decorada con cintas de colores, la blusa blanca de mangas largas, pañoleta de seda cruzando el pecho y un sombrero de paja con un espejito que rebotaba la luz y unas cintas que caían por la espalda.
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“Vamos pastorcillos/ Vamos a Belén/ A ver a María/ Y al Niño también (…)”. Ante el nacimiento solían colocarse en tres columnas, la del centro liderada por el viejo y las otras dos por la niña más alta que cumplía el rol de delantera. Era mágico, cantaban arrullando al Niño y al dejar de hacerlo, la música traía el baile. Nosotros seguíamos comiendo, como no era la costumbre, no teníamos árbol y menos regalo alguno. Cansados llegábamos a casa a esperar la siguiente Nochebuena.
Lo hermoso es que aún en Chachapoyas (Amazonas) continúan bailando y cantando las pastorcitas y aunque los tiempos son distintos, la Navidad tiene su voz y su ritmo.