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Opinión

La utopía de lo huachafo, por Raúl Tola

“Como en La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa vuelve a una de sus grandes obsesiones literarias: las utopías”.

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TOLA

Le dedico mi silencio cuenta la historia de Toño Azpilcueta, teórico y cerril aficionado a la música criolla, que una noche de jarana descubre la existencia del guitarrista Lalo Molfino, cuyo descomunal virtuosismo deslumbra tanto como su repentina muerte. Es tal el impacto que, en adelante, dedicará su vida a escribir un libro donde, al mismo tiempo que desarrolla una teoría sobre la música criolla, le rinda un póstumo homenaje a Molfino.

Con esta novela, Mario Vargas Llosa cierra uno de los ciclos creativos más vastos, complejos y vitales de la literatura. Lo hace con un libro profundamente vargasllosiano, donde aparecen salpicadas distintas claves de lo que ha sido su obra, desde que, hace sesenta años, publicó La ciudad y los perros.

Como en La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa vuelve a una de sus grandes obsesiones literarias: las utopías. Si antes describió la tormentosa pervivencia de Canudos, ese pueblo que aspiraba a la pureza, era regido por una visión integrista de la religión y funcionaba alrededor de la figura mesiánica de Antonio Conselhero, llegando a guerrear contra el diablo de la república para mantenerse limpio, en Le dedico mi silencio postula la consolidación de una sociedad mestiza, espejo del vals criollo, donde coincidan, se mezclen y perfeccionen como un todo la costa, la sierra y la selva.

La novela es, además, la búsqueda del guitarrista Molfino, este personaje escurridizo, casi fantasmagórico, cuyo trágico pasado es recompuesto a piezas, gracias a un viaje a su natal Puerto Eten y a distintas entrevistas, como las que Azpilcueta sostiene con Cecilia Barraza, quien llegó a darle trabajo en su conjunto musical. Las revelaciones que encuentra a su camino hacen avanzar la ficción, del mismo modo que ocurre en Historia de Mayta, donde el narrador reconstruye pieza a pieza la biografía del revolucionario trotskista.

Pero, probablemente, el libro con el que esté más estrechamente relacionado sea con La tía Julia y el escribidor. ¿Acaso no recuerda el miedo obsesivo que Azpilcueta profesa por los roedores a don Federico Téllez Unzátegui, quien dedica su vida a aniquilarlos luego de que su hermanita pequeña es comida por las ratas, y termina sus días asesinado por su esposa y sus hijos al grito de “ratonero”? ¿Y la historia de la novela no se encuentra íntimamente emparentada con la de Crisanto Maravillas, el bardo de Lima, quien compone sus valses más sentidos, inspirados por el recuerdo de sor Fátima, la monja de clausura a quien ofrendó su amor? La paulatina locura que sufre el criollo Azpilcueta, ¿no recuerda al escribidor Pedro Camacho, trastornado por sus ficciones?

Aunque en La tía Julia se hable de otro tema central de Le dedico mi silencio, la huachafería, el texto donde Vargas Llosa mejor la describe no es una novela, sino el célebre ensayo “Un champancito, hermanito” (de hecho, el origen del capítulo XXVI se remonta a este texto). Ahí reflexiona sobre ese peruanismo al que “los vocabularios empobrecen describiéndolo como sinónimo de cursi”, pero que “es algo más sutil y complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal”. Junto con la obra de Mario Vargas Llosa, añadiría.