En los setenta los divorcios eran mucho más complicados que ahora, en que abundan y el mundo no se termina. Mi viejo me hablaba mal de mi vieja y mi vieja me hablaba mal de mi viejo. Dos versiones, yo al medio, como un puente precario, roto, desde que tengo uso de razón. Dos mundos que nunca los vi como uno solo porque se divorciaron cuando yo era muy pequeño. Dos familias. La de mi madre, con base en Pacasmayo, en donde daba mis primeros pasos frente al mar, al compás de Fleetwood Mac y una terraza de cuento.
La de mi padre, en la avenida La Paz en Miraflores, recorriendo el tupido jardín que tan bien se llevaba con los enigmáticos acordes de Yes. Tíos, tías, abuelos, que, siempre, inexorablemente, por separado, trataron de compensar ese abismo que yo no era capaz de sortear. Tal vez lo único bueno que hicieron mis padres juntos fue elegir a mi padrino y a mi madrina. Hoy hablaré de mi padrino Eduardo, Eo, porque no sé cuánto tiempo más, ojalá que mucho tiempo más, estará entre nosotros.
Fue él quien empezó a curar la herida, el tajo abierto que era ese abismo entre mis dos mundos. Yo al medio, como un puente precario, roto, hasta esa mañana de un sábado de primavera, casi verano, de 1976. Eduardo, Eo, hermano menor de mi viejo, tenía solo 19 años, había venido de Brasil, donde estudiaba medicina gracias a una beca, a pasar las fiestas.
Yo tenía apenas 5 y mi vieja tenía un nuevo compromiso. Entonces sonó el timbre. Es el señor Eduardo, que viene a ver al niño, dijo la señora que trabajaba con nosotros. Un silencio seco se apoderó de la sala. Mi vieja y su esposo se miraron. Yo me puse muy nervioso. Nunca había pasado que alguien de las dos familias cruce ese puente roto, precario, entre mis dos mundos.
Fue Eduardo, Eo, el primero en hacerlo. “Que pase”, dijo mi padrastro, ante la tensión de mi vieja. Se abrió la puerta. Los escalones eran muchos. Mi padrino, mirando hacia arriba, ante la pareja y ante mí, que me refugiaba entre las piernas de mi achorada vieja, dijo con una seguridad que no olvido: “Hola, Nosa, vengo a traerle un regalo a mi ahijado”. Subió, ingresó a la sala, me dio un beso y me entregó el regalo.
Fue un punto de quiebre, una episteme. El puente roto fue cruzado, empezó a repararse. Así fue, es y será Eduardo siempre con todo y con todos. Antes de estudiar psicoanálisis, mi padrino estudió psiquiatría en Brasil. El destino quiso que pueda conocer, recorrer sus pasos, allí donde se formó y en donde conoció a Guida, el amor de su vida. Ahora entiendo, más que nunca, por qué las estrellas de la madrugada se veían tan rutilantes desde la ventaba del bus que me llevaba hasta la estación en la que mi querido padrino me estaba esperando.