Desde el inicio de esta columna se sostiene, hace casi tres meses, que la economía peruana afrontará un difícil 2023. Nadie desea que le vaya mal a la economía porque esto supondrá menos puestos de trabajo, precarización del empleo e incremento de la pobreza, solo por citar algunos aspectos que diversos economistas han advertido en las páginas de La República, pero lo que sí debe preocupar es la reacción del Gobierno o la ausencia de ella.
Hasta el momento, la cifra oficial que el Ejecutivo maneja para la actividad económica es de 2,5%. Ello se desprende de su Informe de actualización de proyecciones macroeconómicas 2023-2026 (publicado en abril de este año). Por obvias razones, hoy esta cifra es irreal, y el Marco Macroeconómico Multianual —que se publicará por estos días— sincerará las proyecciones, aunque el ministro Alex Contreras adelantó a este medio que estaría “más o menos alrededor de 1,5%”.
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El mismo BCRP, en su último Reporte de Inflación (RI) de junio, previó un 2,2% para el cierre del año. Esto seguramente será corregido en su RI del 16 de setiembre. Los pronósticos más severos hablan de una tasa de crecimiento que va en 0,8% (Thorne & Asociados) y 1,1% (Credicorp).
Por ello, es muy probable que tengamos el crecimiento más bajo desde el 2009 — descontando el 2020, año más duro de la pandemia de la COVID-19—, y cada punto del PBI que se deja de crecer (US$225.000 millones) tiene un alto impacto en la vida de todos los peruanos.
Sin marchas contra el Gobierno (que según la narrativa oficial espantan a la inversión privada del país), y habiendo capeado medianamente los impactos de Yaku y las inundaciones del verano, ¿por qué la economía no levanta vuelo? ¿Sigue siendo la calle la responsable de esta inestabilidad?