El barrio de Urca, en la ciudad brasileña de Río de Janeiro, está ubicado en la península que alberga al cerro Pan de Azúcar. Compuesto principalmente por casas independientes y edificios residenciales, tiene una vista privilegiada del centro de la ciudad, el Cristo del Corcovado y la playa de Botafogo. Un murete de unos 60 centímetros de altura y 40 de ancho, suficiente para que una persona pueda sentarse relativamente cómoda, recorre todo el borde costero del barrio a lo largo de más de un kilómetro. Es conocido como la Mureta da Urca.
Todas las tardes, decenas de personas compran algo de tomar en alguna bodega cercana y acuden a sentarse sobre ese murete, en pareja o entre amigos, a ver la puesta del sol caer sobre el dramático paisaje carioca. Dicen que todo empezó cuando alguien no quiso pagar los precios de un restaurante cercano y decidió comprar una cerveza más barata en la bodega de al lado y beberla sobre el muro. Hoy, es una apreciada tradición local y el barrio se llena todos los días de una fila de visitantes que vienen a admirar el paisaje.
Los vecinos disfrutan del espectáculo, observando entretenidos desde sus balcones o uniéndose a la diversión. Se escucha el agradable murmullo de una conversación animada. El nivel de bulla no excede lo razonable y, una vez llegada la noche, la gente se dispersa y deja las latas y botellas en los basureros cercanos.
La Mureta da Urca es un gran ejemplo de lo que pueden aportar los más sencillos espacios públicos a la calidad de vida de los habitantes de una ciudad. Lamentablemente, una situación así parece imposible en nuestro malecón; nuestras mezquinas municipalidades siempre están listas para extinguir cualquier actividad espontánea, presas del terror de unos pocos vecinos egoístas que no toleran la felicidad ajena. Es hora de escucharlos un poco menos y pensar más en el bienestar de todos.