Los que se alegran por la suspensión de la fiscal Zoraida Ávalos reducen el problema a la cuestión de decisiones específicas que no les gusta. Ella optó por no continuar una investigación a Pedro Castillo, en uso de sus facultades funcionales. Como muchas decisiones que toman fiscales o jueces, sin duda se la puede criticar políticamente; pero implica un principio demasiado importante para ignorar las consecuencias de la decisión.
En una democracia, si existen dudas concretas sobre el grado de autonomía de un funcionario público, se debe enfrentar el problema sistemáticamente, a través de reformas consensuadas para mejorar la función, pues es imposible hablar de democracia si el poder político puede tomar decisiones arbitrarias e individuales a su gusto. No importa si la opinión pública lo pide, el riesgo de desmontar el Estado de derecho es inmensamente mayor que el costo de mantener a alguien que no hace exactamente lo que espera la población, o un sector de ella que grita más que todos los demás.
PUEDES VER: Iván Lanegra sobre caso de Zoraida Ávalos: "Corte IDH podría pedirle al Estado la reposición"
Aunque una dictadura es más que la ausencia de Estado de derecho, en ella estamos casi a punto de caer: los políticos en el Congreso han decidido que, a pesar de carecer de legitimidad política, tienen impunidad efectiva. Le temen a la ciudadana en las urnas —por eso evaden referéndums para los cambios constitucionales que quieren con tanto interés, como el Senado—, pero asumen que cualquier movilización puede ser contenida con una mezcla de represión en las zonas sur andinas y propaganda “anticomunista” en el resto del país. La ausencia de agenda produce exceso de debates dispersos, un ruido blanco que debería ser una alarma en nuestros oídos.
Si efectivamente algo así sucede, lo único que necesitan es controlar los organismos electorales para que los próximos comicios se desarrollen como una batalla entre mafias por el control de la rapiña del Estado. Esa batalla significaría la invención de maldades y crueldades que sean enemigos del pueblo, y el uso del Estado para combatir a esos enemigos.
En el camino caerán todos los que no sean funcionales a un bando u otro; y al final quedará una verdadera dictadora, que aprovechará para alimentarse de los pedazos causados por la guerra de mafias, mientras se deshace de sus antiguos aliados.
Estamos casi a punto de caer. Las pretensiones de legalidad y de interés por el pueblo caerán lentamente, y solo permanecerá la simulación de un Gobierno entregado a darle bocados a aquellos que pueden molestarlo mientras hace lo que le da gana. Un suicidio colectivo frente al que el Perú parece no sentir miedo, sigue sonriendo, y parece que le excita pensar hasta dónde llegarán.