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Opinión

Todos los hermosos caballos, por Raúl Tola

“El crítico Harold Bloom llamó a McCarthy ‘un visionario’, lo incorporó a la lista de los cuatro mayores escritores norteamericanos de su tiempo”.

larepublica.pe
TOLA

Ocurrieron en los salvajes territorios del lejano oeste, en un futuro apocalíptico o en nuestra actualidad, las novelas de Cormac McCarthy siempre hablaban del mal. Era una fuerza que lo atraía, fascinaba e intrigaba, al mismo tiempo que lo sobrecogía, indignaba y repelía, emociones intensas, paradójicas, que consiguió plasmar magistralmente gracias a la literatura, el mecanismo más perfecto que ha inventado el hombre para explorar los abismos y contradicciones de su propia naturaleza.

Pocos autores contemporáneos han logrado construir un universo tan compacto con sus obsesiones. Aunque en sus historias conviven la violencia más extrema y rebuscada —encarnada en el asesino Anton Chigurh de No es país para viejos, el juez albino Holden de Meridiano de sangre o el violento Lester Ballard de Hijo de Dios—, el paisaje agreste de la frontera y sus personajes son sometidos a las peores circunstancias, el fatalismo de McCarthy nunca resulta inverosímil. Siempre hay algo (una palabra, un reflejo de luz, una mirada) que, aunque sea efímero y minúsculo, ilumina y humaniza las tinieblas. Esta es una de las razones por las que sus portentosas novelas logran ser tan emocionantes y perturbadoras.

El crítico Harold Bloom llamó a McCarthy “un visionario”, lo incorporó a la lista de los cuatro mayores escritores norteamericanos de su tiempo —junto con Philip Roth, Don DeLillo y Thomas Pynchon— y consideró que Meridiano de sangre era la mayor novela escrita desde Mientras agonizo, de William Faulkner. Fue este libro el que permitió el despegue de su carrera, hasta entonces confinada a ediciones pequeñas y poco difundidas.

Siendo un ermitaño que salía contadas veces de su reclusión, la notoriedad que ganó desde entonces, acrecentada por las versiones al cine de Todos los hermosos caballos, No es país para viejos o La carretera, debió resultarle particularmente irritante. Esa es la sensación que transmite en la entrevista más difundida de las pocas que ofreció, a Oprah Winfrey, que dedicó su club del libro a La carretera. McCarthy aparece encogido en un sillón negro, hablando en susurros, calzado con un par de enormes botas de vaquero y visiblemente incómodo: “Uno pierde tanto tiempo pensando cómo escribir un libro que probablemente no debería hablar de él. Debería escribirlo”.

Durante años, McCarthy mantuvo una oficina en el Instituto Santa Fe, un centro de investigación científica sin fines de lucro. Sus inquietudes por la física se vieron retratadas en La pasajera y Stella Maris, dos ambiciosas novelas que aparecieron a fines del año pasado. Solía llegar ahí por las mañanas, luego de dejar en el colegio a su hijo John, a quien dedicó La carretera, la historia de un padre e hijo que erran por una autopista en un futuro inhóspito, donde los hombres viven de entrematarse y practicar el canibalismo: “Quiero estar contigo. No puede ser. Por favor. No. Tienes que llevar el fuego. No sé cómo hacerlo. Sí que lo sabes. ¿Es de verdad? ¿El fuego? Sí. ¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego. Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo”.