El Congreso, capturado por intereses dispersos que se ponen de acuerdo para sus distintas conveniencias, ha creado una ley sobre promoción del uso de la inteligencia artificial (IA) en el Gobierno. Su texto es de una banalidad e ignorancia espectaculares.
En ella se crea la misma estructura vertical de “entes rectores” que no han logrado mayores avances en la mejora del funcionamiento del Estado, y que asumen responsabilidades sin tener ninguna relación con la capacidad de la administración pública peruana o con las prioridades del Ejecutivo. Peor aún, la ley no considera su relación con el resto del enorme tejido legislativo sobre lo digital que ya entremezcla responsabilidades sobre las que el Estado no tiene capacidad ni legal ni material de intervenir.
Parte del debate constitucional sigue ahí: una administración pública que debería ser promotor versus un Estado que solo tiene que permitir que las fuerzas del mercado actúen. En un ejercicio de incoherencia nada inusual, congresistas que suelen enunciar agresivamente su voluntad de no cambiar el modelo económico promueven normas para que el Estado actúe sin considerar dicho modelo. Sin duda, estas normas son declarativas, presentando la intención de hacer algo; pero eso no las hace menos inconsistentes.
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Pero hay un punto más de fondo. Los reclamos apocalípticos que han comenzado a venir de la misma industria de la IA, y también de opinólogos globales como Harari, son significativos, aunque sean fundamentalmente banales, pues piden regulación de la IA por la posibilidad de un desboque de la misma, hasta el punto que se convierta en una amenaza a la humanidad… a pesar de que no hay evidencia de que tal cosa sea posible.
Por más de dos décadas, corporaciones como Microsoft o Alphabet han bendecido la innovación disruptiva sin límites, y de pronto piden regulación. Esta inconsistencia apunta a que, tras inversiones inmensas, aún no hay un modelo de negocio claro para la IA, y que detener la innovación serviría para estabilizar la inversión e implantar la IA —que es una funcionalidad, no un producto— en los servicios de estas empresas. Será por eso que Meta no ha firmado las cartas más recientes tras su decisión de liberar su modelo, LLaMa, para que sea desarrollado por entusiastas: es la ruta más barata de contar con un producto poderoso para cuando se sepa cómo hacer dinero con él.
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En el fondo, la IA por ahora es el resultado de intereses comerciales que reflejan la estructura de la industria digital. Pensar que su adopción va a resultar en mejoras o bienestar es asumir que ese es el interés de las corporaciones. Aunque solo sea una norma declarativa, nuestra ley demuestra que el Congreso, además de sus otras “virtudes”, no sabe cómo funciona el mundo.