Durante milenios, los hombres dominaban la escena pública y las mujeres estaban detrás y mayormente excluidas del poder. Mientras que, en los últimos 150 años, han avanzado mucho en este terreno. ¿Hasta dónde han llegado y cuál es la situación en el Perú?
Una primera batalla fue el divorcio. Era obvio que la mujer perdía con la prohibición para romper un vínculo desventajoso. Era la parte más débil y estaba obligada a soportar para siempre un eventual marido abusivo. En la práctica, esa norma dificultaba ganar autonomía económica. Por ello, la ley de 1930 que autorizaba el divorcio fue vista como una amenaza por la sociedad tradicional. Cuatro años después, la aceptación del mutuo consentimiento como causal produjo una gran crisis política. Finalmente, el código civil de 1936 consagró el puesto del divorcio en la legislación peruana. Este avance de la libertad de la mujer fue concedido por el Gobierno de Benavides, una dictadura represiva bastante dura y enfrentada a la oposición aprista y comunista.
En relación con el divorcio, el Perú fue uno de los primeros países de Latinoamérica en concederlo. Mientras que, en el tema de los derechos políticos, fuimos el penúltimo. Ello a pesar del activismo femenino. Desde comienzo del siglo XX, diversas mujeres se habían organizado para luchar por el derecho al voto. María Jesús Alvarado fue persistente a lo largo de varias décadas, pero confluyeron muchas mujeres destacadas, como Zoila Aurora Cáceres, por ejemplo.
El cambio constitucional que autorizó el voto de la mujer recién llegó en 1955 y al año siguiente fue ejercido por primera vez. Una vez más se trató de un Gobierno autoritario enfrentado a todas las fuerzas progresistas. En efecto, el general Odría firmó el voto de la mujer a pesar de su implacable persecución a las libertades y al pensamiento crítico. Pocos tan asesinos como el general de la alegría, Manuel A. Odría.
El tercer gran salto adelante ocurrió entre los años ochenta y noventa del siglo pasado. Su naturaleza es un tanto más difusa que los dos anteriores, que al fin y al cabo son leyes concretas. En este caso se trata de la participación política. Hasta entonces, las mujeres ocupaban poquísimos cargos, alguna era concejal, otra congresista, pero salvo alguna excepción, no había alcaldesas, ministras, menos presidentas. Pero, en los 80, García nombró las primeras ministras y realmente con Fujimori las mujeres pasaron a ocupar un sitial en el poder, algunas fueron verdaderas columnas del autoritarismo. Además, Fujimori fue el único presidente varón que estuvo presente en la famosa conferencia sobre la mujer en Beijing 1995.
Nuevamente, se halla una perturbadora correlación entre autoritarismo y derechos de la mujer. Esa conexión se refuerza al pensar en Sendero Luminoso. Es el partido que registra más mujeres en su dirección, dos terceras partes en el comité permanente y mayoría tanto en el buró como en el comité central. Para la época era muy impactante y aún hoy ninguno lo iguala. Pero, una vez más, Sendero era un partido vertical, autoritario y violento.
Así, los proyectos dictatoriales convocan mujeres para que sirvan como soporte del poder masculino. El autoritarismo les ofrece participación, pero no poder. Gozan de influencia, pero el macho alfa conserva la decisión.
¿Han cambiado las cosas en estos últimos 25 años? ¿Dina Boluarte y Martha Moyano significan una cuarta etapa? No pareciera. Más bien son expresión del retroceso. Un ministro ofende gravemente a las mujeres aimaras y en silencio dejan pasar. No controlan su agenda ni su cuerpo ni su educación. Han retrocedido en derechos reproductivos y en enseñanza con igualdad de género. Así, terminamos este período de democracia de baja intensidad con una ofensiva de la sociedad patriarcal por reimponer su orden.
Mujer y poder, por Antonio Zapata. Foto: difusión