Hoy más que reflexionar sobre el amor en un sentido convencional, quiero centrarme en el afecto por una realidad más abstracta: la democracia. Al margen de cúspides inusuales y generalmente coyunturales (sobre todo por una insostenible personalización), la regla ha sido la desafección.
Ya se viene mostrando en el Latinobarómetro hace varios años. Entre 1995 y 2016, la única categoría que la encuesta equiparaba en desconfianza a los partidos políticos era la de “telefonistas de una central de información”. Esta realidad solo ha venido en detrimento respecto de estas organizaciones (7% en 2020, frente a 13% en promedio en América Latina). Congreso y Gobierno tampoco presentan cifras auspiciosas (7% y 16%, respectivamente, en última medición de 2020).
El Perú, además, ha recibido este año la mala noticia de que, según el Índice de la Democracia de The Economist, es considerado un régimen híbrido, lo que responde al intento de golpe de Estado del 7 de diciembre, pero también a la represión a la protesta con fuerza desmedida y la consiguiente violación de derechos humanos por el actual Gobierno.
Si lo ocurrido en los últimos años es un indicador, parece que aceptar a los ganadores de una elección, garantizar contrapesos o respetar derechos como vida, libertad de expresión y protesta pacífica parecen ya no ser esas verdades universales que todos entendíamos parte del consenso mínimo en un Estado de derecho. Y ello con anuencia de sectores importantes de la ciudadanía, los medios de comunicación y muchos de quienes ostentan poder (público y privado).
¿Cómo llegamos hasta aquí? En un resumen simplificado habría que recordar el enfoque prioritario en el crecimiento económico, sin que ello tenga un impacto suficiente —tal vez sí en lo macro, pero no en la vida de muchas personas— en reducir la pobreza y brecha de desigualdad, en garantizar condiciones de vida aceptables para todos, y que además pusimos poco empeño en reforzar la institucionalidad y consolidar la democracia, pensando que era más una consecuencia ineludible que una tarea que exigía esfuerzo y dedicación.
Todo ello exacerbado por una pandemia y otros indicadores mundiales desfavorables.
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No contribuye a la causa de revertir la inminente decepción de la democracia el escudarse en argumentos legales para defender el poder y no buscar el diálogo dando posibles soluciones a los pedidos ciudadanos. El ejemplo reciente más evidente el tres veces rechazado por el Congreso recorte de mandatos para adelantar elecciones, además promovido sin demasiada convicción por el Gobierno.
Pareciera que el amor es más a permanecer en el poder. Por ello, desde el Congreso, se ha evitado mucho control político para no ponerse cerca de una disolución y frustra el adelanto de elecciones (incluso con un argumento reglamentario que ya había superado el propio Parlamento de no volver a debatir un tema en la misma legislatura). Pero es también lo que el Gobierno parece esperar con el discurso del desescalamiento de la protesta o sindicación de responsabilidades con nulo sustento, así como con las acciones de las fuerzas del orden.
Ambos con coincidente deseo de frustrar alternativas a fin de permanecer hasta 2026. Se prefiere la inacción, aunque esto mine la democracia y derive en una percepción de autoridades ajenas a la realidad y muy alejadas de su función de representación, de espaldas a todo intento de garantizar participación y diálogo respetuoso de derechos.
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Con ello, tal vez la pregunta ya no sea si, como país, se mantiene amor por la democracia, sino si alguna vez se tuvo y si hay señales de tenerlo hacia el futuro, desde ciudadanía y clase política. Por ahora, parece que la relación hubiera terminado o está por acabar. Habrá que luchar para que aún quede espacio y voluntad para la reconciliación.