Cuando uno escucha a parlamentarios de Perú Libre, Bloque Magisterial y otras bancadas similares, como también a un sector de la izquierda y organizaciones sociales y regionales que dicen que en este país no hubo un golpe porque este no se “consumó” —cuando en realidad fue un fracaso total— o que Pedro Castillo es un “preso político”, un ingenuo, que fue “drogado” antes de su “mensaje a la nación”, que no estaba en sus cabales, que fue víctima de un “complot internacional” y que hoy está “humillado y maltratado”, me pregunto si todas estas afirmaciones no son la mejor demostración de que una parte de los congresistas, como también de varios grupos de izquierda, han decidido desconectarse de la realidad o vivir en un “mundo paralelo” y dar un paso hacia una suerte de irracionalidad política, pero sobre todo me preocupa que hayan decidido tomar la senda de la ridiculez y de la mentira, que es la antesala a la inexistencia política.
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Me pregunto si no es lo mismo negar el intento de golpe de Estado de Pedro Castillo, casi copiado del golpe del 5 de abril de Alberto Fujimori, que negar, como hizo esta derecha torpe, racista y antidemocrática, el triunfo electoral legal y legítimo del mismo Pedro Castillo desde el inicio de su gobierno, con la tesis ridícula y mentirosa de un fraude electoral en la segunda vuelta.
Hoy el país arde. Un pueblo cansado del maltrato y la desidia de un Estado centralista, de la indiferencia de las élites, de los congresistas, los medios y de los políticos, ha decidido incendiar la pradera. Todo símbolo que le recuerde o represente el desprecio y la opresión debe ser quemado bajo el grito “que se vayan todos”. Sin embargo, la pregunta es si ello resuelve la crisis que vivimos. La experiencia pasada diría que no. Por eso se requiere una transición pactada y pausada. El enemigo de la democracia y de las reformas no es el pueblo, es el apuro, sobre todo de aquellos que expulsaron a Castillo del partido, que luego votaron por su vacancia y que hoy quieren encabezar una protesta que no les pertenece y recobrar un poder que perdieron, a través de la propuesta golpista de que regrese Castillo a la presidencia.
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La izquierda desde hace años ha buscado entroncar su pensamiento y acción con la construcción de una democracia plena, igualitaria y plebeya. Hoy esa tarea y ese camino que les ha costado a las izquierdas vidas de militantes, hombres y mujeres, de dirigentes sociales y políticos está a punto de ser enterrado, de convertirse en un laberinto sin salida, por un pragmatismo sin objetivos que las conducen a una reiterada derrota y al triunfo de una derecha reaccionaria; es decir, a una derrota que expresa no solo la dificultad de conjugar democracia y socialismo sino también la pretensión de canjear la revolución por el golpismo.