La última campaña electoral ha estado caracterizada por la escasez de ideas y la profusión de insultos. Era de esperar, porque los punteros, López Aliaga y Urresti, tenían amplios antecedentes en burlarse, denigrar y amenazar a sus rivales. Pero la falta de propuestas ha llegado a extremos; López Aliaga anunció la construcción de playas de arena en distritos populares, mientras que Urresti solo prometía multiplicar megacomplejos de seguridad. Ante el vacío de contenido, lo único destacado es el lenguaje empleado en la campaña. ¿Cómo entender tanta procacidad de los candidatos?
Desde tiempo atrás, López Aliaga y su partido Renovación Popular emplean términos clasistas y machistas que son característicos de cierto sector de la élite. No son casuales frases como “educar a la gente de los cerros para que no se orinen en la calle”. Son fruto de una concepción, la misma del almirante Montoya, quien a propósito del anterior toque de queda se expresó casi en los mismos términos.
Se trata de una vieja imagen que siempre ha atemorizado a la élite: los indios van a asaltar sus casas y sus barrios. Desde Túpac Amaru en adelante ese miedo lleva a cerrar filas detrás de la reacción. Se acaba el liberalismo y el centrismo. La ansiedad se traduce en agresividad verbal, marcando la diferencia entre los supuestamente educados y los que se orinan.
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El desprecio del poderoso se expresa contra todos, no solo con el menesteroso, sino también contra el periodismo, sobre todo si es inquisitivo e incómodo. Por ello, Josefina Townsend le recordó a López Aliaga que ha llamado a una periodista “ignorante de porquería”, a otra le enrostró que “hablaba piedras” y a la tercera la amenazó con revelar videos amorosos. Aunque luego se disculpa y pasa a otro tema, porque así le han aconsejado sus publicistas, su lenguaje expresa con nitidez su pensamiento.
López Aliaga habla como el típico empresario abusivo que ha heredado formas de gamonal. Nunca tan auténtico como en el debate sobre la eutanasia cuando le recomendó a Ana Estrada que “se mate tirándose de un edificio sin hacer show”. Su misoginia empata con su falta de empatía. A ello suma la xenofobia patente en sus insultos a Clara Elvira Ospina y el trato despectivo a su condición de extranjera.
Parece increíble que se considere cristiano porque carece del sentimiento de compasión, que se supone está en la base del evangelio. Pero ahí está proponiendo que Cristo sea puesto a la cabeza de los poderes públicos, instaurando una teocracia presidida por él mismo, como representante de la divinidad.
Al lado de tanta idea peligrosa y estrafalaria, hasta Urresti parece más cuerdo. Aunque enfrentó la campaña buscando animalizar a su oponente, llamándolo “cerdo” de todas las maneras posibles. Al final su estrategia fracasó porque López Aliaga se había ubicado en esa condición al autodenominarse Porki.
En esta ocasión ha perdido la ironía despectiva que acompaña a Urresti, porque las clases media y alta prefirieron por mucho a López Aliaga, que mantuvo una votación respetable en los distritos más pobres. Ello evidencia que amplios sectores populares aceptan el lenguaje brutal, aunque se dirija en contra suya.
El problema es que ese lenguaje es compartido. A un lado tenemos el clasismo y la omnipotencia de quien tiene plata, y al otro la desesperación y la falta de esperanza en una vida mejor. Pero ambos hablan igual. Los de arriba han perdido el refinamiento que alguna vez tuvo la élite, y los de abajo siguen sumidos en una condición material paupérrima que despierta rabia, agresión y furia.
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El trasfondo es la crisis de la educación pública y el profundo desánimo ciudadano. Se acepta cualquier pachotada porque todos son iguales.