Uno de los fenómenos políticos más consistentes de los últimos treinta años es la formación de una inestable pero persistente coalición antifujimorista. Aunque ha ganado las tres últimas campañas presidenciales, sus triunfos han sido muy estrechos, revelando que ambos polos tienen bastante respaldo. Es un fenómeno clásico del país, cuya enemistad política es legendaria.
Pero ¿por qué sobrevivió el fujimorismo a la estrepitosa caída de su fundador? En principio, porque las causas estructurales de su naturaleza siguen presentes. La informalidad está cada vez más extendida y tanto el caudillismo como el clientelismo siguen siendo componentes claves de la cultura política. El fujimorismo fue una condensación de estos elementos y, como se han profundizado, entonces ahí lo tenemos tan campante.
También cabe detenerse en sus fortalezas internas como grupo político. Se mantuvieron firmes en los momentos aciagos, supieron pelear su sitio y no se diluyeron en otras corrientes de derecha. Asimismo, su bancada destaca por su unidad y coherencia, sus propósitos son horribles, pero saben avanzar sus fichas.
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Ahora bien, el factor clave es la debilidad de sus adversarios. En efecto, todas las coaliciones antifujimoristas han fracasado porque sus líderes incurrieron en corruptelas. Tanto Toledo como Humala y ahora Castillo han acabado envueltos en escándalos idénticos a los que han carcomido este país desde su nacimiento. Es cierto que la escala es distinta y que el tratamiento de la prensa concentrada también ha sido diferente. Pero los tres gobiernos de las coaliciones antifujimoristas acabaron haciendo lo mismo que criticaban: manejar el Estado en forma patrimonialista, satisfaciendo fines particulares del gobernante, sus amigos y financistas. Eso era exactamente lo que había hecho Fujimori.
Por ello, estas coaliciones no han sido capaces de transformar la cultura política, no podían fortalecer al Estado porque en el fondo querían engañarlo. Como consecuencia, la actividad política entera se ha hundido en la mediocridad e ineficacia. Así, el fujimorismo sobrevivió porque su enemigo se convirtió en la otra cara de la medalla. Por ello, se ha disparado la indiferencia ciudadana, que nace de constatar que todos son iguales. Esa mismocracia que harta, porque la crisis es honda y es difícil parar la olla.
Para la izquierda democrática, la participación en estas coaliciones de gobierno ha sido negativa. En vez de construir una corriente independiente y con raíces en la sociedad, se ha preferido ocupar cargos públicos de confianza, avalando con expertise profesional a gobiernos que tenían un vicio de raíz: sus líderes amaban demasiado el dinero y los motivaba tanto la codicia como la vanidad.
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Es decir, se ha colaborado con mandatos que no valían la pena y se ha logrado poco. Este es otro punto del balance. El sistema neoliberal está intacto y las escasas reformas progresistas del Estado se han perdido precisamente en este gobierno. Así, la participación en estos tres gobiernos se ha traducido en debilidad de la identidad y el posicionamiento de la izquierda democrática.
Además, esa dinámica ha bloqueado los esfuerzos por construir una coalición política con mejor dirección y aliados responsables. El problema no es la noción de coalición, sino su propósito. ¿Para qué participas en una coalición de gobierno?, ¿para implementar cambios sustanciales o para integrar gabinetes en piloto automático cuesta abajo?
Por último, la encuesta del IEP del domingo pasado ha mostrado que Vizcarra es el principal candidato a encabezar la próxima coalición antifujimorista. Es largamente el político más popular y encontrará la forma de sortear la inhabilitación. Para la izquierda democrática se abre nuevamente el mismo dilema: construir una fuerza independiente, así sea pequeña, y desde ahí levantar una alternativa, o volver a subirse a ese carro, a pesar de que antes de abordarlo uno sabe que es igual a los demás.
Antonio Zapata