Por: Cecilia Méndez
Claudio Lomnitz, antropólogo especializado en México y profesor en la Universidad de Columbia, Nueva York, ha publicado un libro bellamente escrito y de enorme actualidad: Nuestra América, My Family in the Vertigo of Translation (Nueva York: Other Press, 2021). Se trata de la versión retrabajada de un libro aparecido originalmente en castellano. El libro pasa revista a la vida de sus antepasados, judíos de Europa central, su exilio forzado y su vida en los diferentes lugares donde se establecieron: Perú, Colombia, Chile, Israel, Francia y EEUU. Aunque varios de sus antepasados nacieron en pueblos de la jurisdicción del Estado rumano, no se puede decir que fueran “rumanos” porque ese país solo concedió ciudadanía a los judíos en 1923, el mismo año en que emigraron al Perú.
Nuestra América reviste especial relevancia para la historia intelectual peruana porque los abuelos maternos del autor, Misha Adler y Noemí Milstein fueron amigos cercanos y colaboradores de José Carlos Mariátegui. Tradujeron artículos para la revista Amauta, y fundaron, as su vez, en Lima, la revista El Repertorio Hebreo, donde el propio Mariátegui escribía regularmente. Llegaron incluso a estudiar en San Marcos donde, Misha (conocido en el Perú como Miguel), se graduó de doctor con una tesis sobre Karl Marx, hoy perdida. Misha y Noemí, como muchos jóvenes que se identificaban con ideas socialistas, fueron perseguidos por la dictadura de Leguía, llegaron a ser encarcelados, acusados de un supuesto complot de “judíos comunistas” y terminaron siendo expulsados del Perú por la dictadura de Sánchez Cerro en 1930, el mismo año de la muerte de Mariátegui.
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Entre los muchos aspectos que merecen destacarse de este valioso libro, quiero detenerme en uno que resulta insoslayable en el contexto actual, en que los fascismos vuelven a abrirse paso en los sistemas democráticos del mundo, corroyéndolos desde dentro; y estamos viviéndolo también en el Perú, en que ideas fascistas se normalizan día a día, especial pero no únicamente desde el Congreso. Me refiero a las lúcidas reflexiones de Lomnitz sobre la forma que tomó el fascismo en Rumanía, cuyo genocidio como país aliado de Hitler no dejó a ningún judío con vida en los pueblos alrededor de las riberas del Dniester, de donde emigraron Misha y Noemí. Lomnitz explica que desde su fundación como estado en 1878, Rumanía experimentó una forma particularmente feroz de antisemitismo. La “limpieza étnica” fue una política de Estado desde mucho antes del gobierno nazi en Alemania y por tanto no puede atribuirse solo a Hitler, Una legislación antigua prohibía a judíos poseer tierras agrícolas, lo que se usó para para pintarlos como “extranjeros” perpetuos. Se les restringía el acceso a la educación superior, a los empleos de oficina, a los puestos de gobierno. Sin embargo, a diferencia de la Alemania nazi, la Rumanía nazi careció de la sofisticación tecnológica para matar judíos en serie y disponer de sus cadáveres. Por tanto, se recurrió con frecuencia a “métodos manuales” para exterminarlos, dejando la tarea a ciudadanos comunes. Los judíos en eran asesinados brutalmente a golpes en las calles, asfixiados dentro de los autos, su sangre fue usada para aceitar carros. Los campesinos salían con sus armas de fuego a matarlos “como ratas” cuando los veían cruzando por sus campos, huyendo de las persecuciones.
Este tipo de violencia no se pudo dar de un día para otro, y requirió algo más que “burócratas obedeciendo órdenes”, dice Lomnitz, en alusión y en polémica con el concepto de la “banalidad del mal” propuesto por Hannah Arendt en su célebre ensayo “Eichmann en Jerusalén” (1963). Lomnitz admite la utilidad del concepto: los ejecutores del genocidio en Alemania no fueron sólo “monstruos” sino ciudadanos comunes, empleados que obedecían ordenes. Pero cree, con razón, que la explicación no es suficiente para explicar el genocidio en Rumania, que no poseía una burocracia comparable a la de Alemania y donde los ciudadanos estaban convencidos de que matar judíos era una necesidad, tal vez hasta un deber. Llevaban tiempo siendo inoculados con la idea de que los judíos eran subhumanos que no merecía vivir, y culpables de muchos de sus males. Esta propaganda antisemita no solo era obra del Estado. En ella participaron prestigiosos intelectuales, artistas, periodistas y profesores universitarios, muchos de ellos afiliados a Guardia de Hierro, el partido fascista rumano. Cabe recordar, como lo he comentado en una columna anterior (“Fascistas y Confederados”, 18-01-21) que la publicidad antisemita se basaba en el uso sistemático de la mentira, como lo afirmó la propia Arendt: “el fascismo es la mentira organizada”. Cuando terminó la segunda guerra mundial y ya no había más judíos que matar, algunos de esos profesores terminaron blanqueando su pasado fascista en prestigiosas cátedras de universidades de élite norteamericanas. Fue el caso de Mircea Eliade, un famoso historiador de las religiones, que terminó de catedrático en la Universidad de Chicago, donde también enseñó Lomnitz.
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Enterarme de la trayectoria de Eliade a través del libro de Lomnitz fue un golpe muy fuerte para mí. Yo lo había leído cuando estudiaba Historia en la Universidad Católica, recomendado por Franklin Pease, uno de los profesores más prestigiosos de la facultad y en cuyos estudios sobre religión andina influyó mucho Eliade. No puedo saber si Pease sabía de su pasado fascista. Pero el dato es importante para entender que el fascismo no es algo tan lejano como a veces pensamos, y es preciso estar más alertas.