Ay, Inés, ¿recuerdas cuando cambiamos el mundo con una taza de café?, ¿cuando conociste a la Flor de Chot y quedaste impresionada con el pueblo de Choropampa? O cuando nos deconstruimos en un poema que me hacías recordar siempre: “como cada lunes, nos vemos el jueves”. Abrazarnos me hacía compartir tu luz y estaba segura de que caminaríamos por la misma avenida pintándola de mil colores, nuestros colores.
Ser libre. Completamente libre, es la lección que estoy aprendiendo gracias a ti. Miro de reojo los malos momentos y trato de hacer míos esos instantes hermosos que realmente existen. Nos descubrimos por un cuaderno lleno de recortes y frases decoradas por líneas y recuadros. Leer en voz alta nos hizo confiar en que nos abrigaríamos a pesar de lo que venga. “Toda una vida haciéndole frente a muchas cosas de todo calibre te preparan para reaccionar rápido”.
Estoy desandando los pasos que dimos juntas para darme cuenta de que sigues aquí: en cada consejo, en cada rincón de esta casa, al pie de la escalera donde me encontraste la última vez y prendiste el proyector del pasado para mostrarme lo que habíamos logrado.
Gracias a tu poder, huyeron esos ídolos tercos de los que hablaba Hobbes en aquella separata de la universidad. Te traje en recompensa a los alucinantes personajes de orejas enormes que, según la leyenda, provocaron el éxodo de los habitantes de Yambrasbamba.
Te regalé una imagen del Señor de Gualamita, a quien ya conocías, pero aquel mes se convirtió en el dios indígena de la Nación Chillaos y el andariego que te conoce y alivia, que se escabulle y, por alguna razón especial, te encuentra.
Nuestro gran regalo fue el carnaval de Juliaca. Tanta gente maravillosa y creativa, amigos entrañables danzando y siendo cariñosos contigo, rompió el estereotipo. Y esa libertad de sentir una energía desbordante quedó en el corazón para toda la vida.
Ya sabes, Inés, estoy aquí por si me necesitas y si no me necesitas, también aquí estoy.