Lo mejor que tiene este gabinete es su voz predominantemente andina, por primera vez en la historia del Perú. Lamentablemente, esta extraordinaria característica, digna de celebrarse por lo que reivindica, no lo convierte en un gabinete bueno, por sí mismo.
En absoluto. Lamentablemente. Todo indica que estamos frente a una tremenda oportunidad perdida, echada por la borda en perjuicio de una identidad nacional sin fracturas tan enrevesadas. Hablamos de un país, el nuestro, con particularidades étnicas y culturales, con una presencia de pueblos indígenas, presencia aborigen, amerindia –como decía Haya de la Torre– cuya participación demográfica es solo comparable con países como México o Bolivia.
No solo por ello, la pobreza y la falta de oportunidades en el Perú sigue teniendo el color de esos pueblos originarios y no, precisamente, por un tema estadístico. La segunda vuelta nos enrostró el racismo y el clasismo que habitan entre nosotros, dispuestos a despertar ante la mínima amenaza de cambio real.
Un racismo y clasismo que se disfrazan de antiterrorismo, anticomunismo y preocupación por la economía, la excelencia para los cargos o el bien común, pero que deja los disfraces apenas lo diferente da el mínimo pretexto. Y no son mínimos los pretextos, las excusas, que la gestión Castillo-Cerrón regala a una oposición furibunda en donde se refugian nuestras fallas fundacionales.
No se puede derrotar este injusto orden –pseudocolonialista– solo estremeciendo sus estructuras, retándolo, diagnosticándolo. Sobre todo, si, al mismo tiempo, una vez, al fin, en el poder, el sector público es copado de mediocridad partidaria y la misma corrupción que hoy vemos, tan democrática ella, contaminando tanto a reivindicados y discriminadores por igual, incluyendo, de paso, a personas que no deslindan con claridad del nefasto “pensamiento gonzalo”.
Se está corriendo el riesgo de que los prejuicios, las fracturas, sí, el racismo y la discriminación, salgan reforzados luego de esta –supuesta– gesta reivindicatoria que muchos esperaban, pero que, a la luz de los hechos, no parece ser más que la irresponsable aventura de un grupo de depredadores que nos podría llevar al descalabro. Grave. El remedio no puede ser peor que esta enfermedad cuyo síntoma más visible, en estos nuestros tiempos, es llamar “coj...” a todo lo que nos interpela más allá de la culpa.