Álex Huerta-Mercado dibuja zorros de grandes ojos en las dedicatorias de sus libros. Eso podría ser visto como el regalo cándido de un académico para sus lectores, pero la verdad es que los zorros son parte de su objeto de estudio. Como antropólogo ha investigado el concepto del trickster o burlador, ese personaje pequeño y débil, reconocido en todas las culturas antiguas, que se enfrenta a los poderosos y con ello pone de cabeza al orden establecido. El zorro cumple esa función en muchos cuentos clásicos y el profesor Huerta lo sabe. ¿Nos parecemos los peruanos a ese personaje pendenciero y desafiante? En su tercer libro, el antropólogo trata de definir, una vez más, cómo somos, y esta vez usa como recurso frases de uso frecuente para los peruanos. En Derramaba lisura (Planeta 2024) se conjugan el “¡No vayan!” de Melcochita, y el alarmante “Qué dios nos ayude” de Juan Carlos Hurtado Miller, para servirnos de espejo.
¿La informalidad es lo que nos describe como peruanos?
Digamos, las leyes no fueron hechas en absoluto para una realidad como la nuestra. Se nos impusieron leyes que venían del extranjero. Si tú revisas, la mayor parte de los códigos hechos en Perú fueron copias o calco de leyes extranjeras y la realidad social peruana era distinta. Hemos sido prácticamente acróbatas, venciendo una serie de impedimentos que se daban, tanto de tiempo, de espacio, de dinero, para poder confrontar los impedimentos que teníamos. Hacia los ochentas, el peruano tuvo que hacer un montón de cosas y malabares para poder enfrentar eso. Era como pasar por un laberinto y no poder avanzar exactamente por el camino, sino que había que invadir, saltar muros, traer cosas de contrabando. Fue una estrategia de supervivencia.
Usted dice que la informalidad se expresa incluso en la política. Más allá de que los grupos políticos se empeñan cada cinco años en presentarnos lo peor de su repertorio, su sagrada confidencialidad puede ser vencida con un simple chisme.
Definitivamente los peruanos tenemos una estructura de pensamiento bastante distinta a la que se esperaría de una connotación moderna. Yo creo que la modernidad en Perú fue impuesta a la fuerza y fue prácticamente como meter un marshmallow a una alcancía. Es decir, nosotros somos una conjunción de muchas tradiciones. Y se puede decir que la tradición oral, la tradición familiar, una serie de tradiciones mucho más amplias que solamente las que tienen lugar en la modernidad, son las que operan. Entonces, somos una comunidad que vive también en una tradición de vigilancia permanente a través del chisme. Yo diría que el chisme es una forma de control social mucho más efectivo que muchas leyes. Ahora bien, a nuestros líderes también los seleccionamos de acuerdo a su comportamiento personal, y ha habido líderes que no han podido postular porque se ha descubierto algún tipo de ampay, o líderes que han estado a punto de perder la presidencia porque se ha descubierto algo en su vida privada. Como si fuera poco, desde hace más o menos 24 años, grandes regímenes han caído por chuponeos o han caído por videos o por whatsapps. Los peruanos hacemos grupos a través de comunidades de chismosos. Es decir, tú tienes una comunidad de chismosos a través de tus amigos periodistas, de tus amigos de colegio, tus amigos de barrio. Yo tengo también una con mis colegas.
¿Son muy chismosos los catedráticos universitarios?
Bastante. En general somos como toda comunidad
Hablábamos inicialmente de la informalidad. Si la política está contagiada de informalidad, ¿por qué los políticos actúan con tanta solemnidad? ¿por qué discuten cosas tan inútiles como por ejemplo cuál es el primer poder del Estado?
La realidad peruana es bastante paradójica. Tienes que pensar lo siguiente, venimos de una realidad que puede que tenga más de 10 mil años de presencia humana, en lo que llamamos el Perú, como territorio. De los cuales, el imperio Wari tuvo 600 años de presencia.
Más que la república
Y la colonia sumada. Y de Wari no hemos estudiado mucho en el colegio. ¿Qué quiere decir eso? Que en realidad venimos de una historia de la cual la colonia es un fragmento y la república es mucho menor. Pero aquí viene lo interesante, la colonia tuvo un impacto homogenizador, en el sentido de que grupos distintos y bastante conflictuados entre sí fueron unificados bajo el término indígenas o indios. La capital se mudó de Cusco a Lima y se generaron una serie de situaciones de dominación fuerte, tanto es así que 200 años de independencia no han logrado cambiar las mentalidades. Entonces, yo diría que todavía tenemos gran parte de esa mentalidad señorial, esa mentalidad tan cortesana, donde se jura ante la biblia por Dios y la patria, el presidente siente que articula todo el poder, y quien llega al Congreso siente que tiene un poder omnímodo, o sea, omnipotente. Tenemos un concepto raro, muy personalista del poder, por un lado, y tenemos todavía rituales bastante, digamos, tradicionales en ese sentido. Todavía hay esta idea de símbolos impuestos y que se castigan si no se siguen. Tenemos esta idea de uniformes, de banderas y sobre todo de desfile militar que va de la mano con la informalidad propia de la comunidad civil. No solamente eso, sino que el Estado es pomposo, está en un palacio de gobierno que parece más bien un museo, se jacta de tener desfiles formales, hay juramentos bastante marciales, faraónicos, y sin embargo la misma política es informal.
¿Los políticos peruanos tienen sentido al humor?
Depende. El sentido del humor peruano tiene una característica muy interesante porque, si tú revisas, un comediante de stand-up de Estados Unidos se burla de sí mismo. Y en el Perú, por mucho tiempo el cómico de la calle se ha burlado de su público. Los chistes de Melcochita, de Barraza, han sido para burlarse del otro, son de poner apodos, de poner chapas, es agresivo.
¿Somos bullies?
Se puede decir que sí. El patio escolar es nuestro escenario por excelencia. Freud decía que el humor era una forma de drenar contenidos que no se podían decir de una manera abierta porque si no serían castigados socialmente. En una sociedad que se llama a sí misma como democrática, la agresividad es castigada porque se supone que el Estado tiene el monopolio de la violencia. Pero fíjate tú el tipo de sociedad que tenemos, donde las casas están amuralladas, donde la calle aparece como un espacio peligroso, donde tenemos miedo a las autoridades. En una sociedad de convivencia tan difícil, la agresividad ha fluido, pero por el lado del humor.
Estaba pensando en un personaje como Carlos Álvarez, que es un humorista, y la política peruana ha conseguido algo impensable: que un humorista pierda el sentido del humor por aspirar a ser político.
Bueno, ese es un problema histórico, Occidente ha determinado culturalmente que el nivel cero de la normalidad es la seriedad, creo que por culpa de Aristóteles. No tengo nada contra Aristóteles, porque lo tenemos que admirar, es uno de los más grandes filósofos, sino el más grande, pero él sostenía que la tragedia era el non plus ultra de las artes, y creo que, desde allí, aquello que es denso, aquello que es depresivo, es considerado artístico. Y lo cómico es visto como algo más bien comercial. Entonces, generalmente lo serio está asociado con lo político o con lo académico, pero yo sí creo que se podría revisar un poco más eso y se podría entender que otras culturas sí consideran que lo alegre podría ser también político, al punto que en la obra de Shakespeare el bufón es el único que puede hablar de tú a tú con el rey.
El que puede decir la verdad.
O que, en muchas culturas, los cómicos son aquellos que abren con la risa espacios para que lo sagrado entre, o que muchos personajes graciosos en la mitología son verdaderos ejemplos de que la vida es absurda, como realmente es.
La frase de Juan Carlos Hurtado Miller, "Que Dios nos ayude", expresada cuando se dio el fujishock, es analizada en el último libro de Huerta-Mercado. Fotografía: Archivo La República.
Hablemos de su último libro. Dos de las frases que le dan vida son: “Que Dios nos ayude”, de Juan Carlos Hurtado Miller, cuando se dio el fujishock, y “Por Dios y por la plata”, del excongresista Gerardo Saavedra.
Ambas hablan de Dios.
Allí voy. Ambas hablan de Dios en un contexto de poder, ¿por qué la idea de dios está presente en la política?
Bueno, Dios es un tipo de poder. Somos una sociedad creyente. Ha habido una separación paulatina del poder político y el poder religioso, al punto de que ahora se acepta un estado laico. Sin embargo, las asociaciones pueden ser poco felices. El hecho de que un ministro de Economía haya hablado abiertamente de medidas que significaban subir más de diez veces los precios y que después diga “que Dios nos ayude”, lejos de consolarnos generó pánico, porque se supone que eran elementos totalmente separados. Ahora, nosotros somos un pueblo creyente en general. Tal vez la mayor parte de la gente no vaya los domingos a misa, pero tiene un concepto de religión bastante flexible. La mayor parte de la gente reza de acuerdo a ciertas circunstancias. Los alumnos rezan antes de un examen, las personas tienen un altar pequeño en sus casas
¿Sus alumnos rezan antes de un examen suyo?
Según ellos no, pero cada vez veo más altares familiares y veo estampitas en las billeteras, las veo en las combis, y si siento que hay un sistema de creencia en lo sobrenatural. Lo que veo en los chicos es que en la pandemia hubo un gran incremento de creencia en la magia. Es decir, en los tiktoks de tarot y de manifestaciones. Los sistemas de creencia en lo sobrenatural son muy importantes en el Perú. Yo le pregunto a mis alumnos qué significa soñar que se me caen los dientes, me responden que alguien va a morir. Le pregunto a mis alumnos si han tenido experiencias con duendes y de hecho alguien dice que apareció fuera de su cuna cuando era bebé, porque los duendes lo iban a secuestrar. Le pregunto a mis alumnos si a alguien le han pasado el huevo o el cuy, y alguien necesariamente ha vivido eso
Sus clases deben ser muy divertidas.
(Sonríe) Lo que estoy diciendo es que el Perú en general es mágico, y el hecho de que los políticos cometan esos lapsus o que el ministro recurra a eso simplemente nos anuncia que somos una realidad mucho más rica que ser simplemente unos modernos occidentales. El Perú es una conjunción de cosas que arroja una realidad que va más allá, donde lo sagrado y lo profano conviven.
Hay una afirmación en su libro, se la voy a leer: “Los peruanos nos sentimos más unidos como opositores al Estado que como ciudadanos representados por él”. ¿Por qué piensa así?
¿No te das cuenta que siempre votamos en contra? Lo que pasa es lo siguiente: no hay un Perú, somos varios Perus. Yo puedo decir libremente “los peruanos”, porque se supone que somos una nación unida bajo el criterio de Estado, ante el cual somos ciudadanos, pero en realidad, dadas las características históricas y también geográficas de nuestra patria, somos un pequeño continente. Y yo creo que la metáfora sería un gran salón de clases donde hay estudiantes que están más cerca del profesor y hay unos que están bien alejados y que no gozan del privilegio de ser alumnos. Ante eso, lo que más nos ha unido es el descontento, ya sea en las constantes rebeliones que hemos tenido, pero también en el descontento del día a día, de que los congresistas sólo se meten a la política para robar o, qué sé yo, que siempre vamos a votar por el mal menor. Lo que nos une es eso, esa rebeldía. Pablo Macera decía: Hemos hecho de la burla una forma de rebeldía.
Para el antropólogo, celebraciones como el carnaval son necesarias para que la sociedad se entienda a sí misma. Fotografía: John Reyes / La República
¿Somos envidiosos los peruanos?
Es difícil hablar por todos los peruanos, pero sí creo que es una característica muy común del medio urbano. Si te das cuenta, había toda una suerte de textos hermosísimos que tú podías juntar en la carretera, en los parachoques. Estaban: “Pasa, pasa, llorón”, “De mí podrás olvidarte, pero no de lo que hicimos”, “Se sufre, pero se goza”. Pero todo eso ha ido desapareciendo. Ahora se ponen más nombres propios o cosas como: “En la memoria de mi madre”. Y de todos esos mensajes iniciales, el único que ha quedado es: “Tu envidia es mi progreso”. Es difícil hablar del tema. Generalmente la envidia enaltece a quien se siente víctima de ella y desacredita a quien la siente. Entonces es un poco difícil estudiarla. Pero hay datos, el chamanismo urbano, por ejemplo, te cura o te protege de la envidia, y, por otro lado, la gente tiene la tradición de colgar sábila en sus puertas porque chupa la envidia de los otros. Generalmente se envidia cuando en una sociedad hay un equilibrio en el cual todos tienen lo mismo, pero si alguien acumula se ve como que desequilibra la estructura y quita a los otros. Y esto se soluciona a través de la fiesta. Lo que hace la persona es que distribuye, haciendo de cargo o mayordomo. También hay mucho de insinuar que, si alguien logra reconocimiento, eso lo ha conseguido con algún tipo de trampa
Qué complicados somos.
Esa es una parte. La otra parte es que también somos cercanos, intensos, como nuestra comida, con perfecto horror al vacío.
Hablemos de usted. Es un antropólogo que a veces se pasea por la alameda 28 de julio para entender el fenómeno del Kpop, que estudia el discurso de un programa añejo como Trampolín a la fama, que viaja a ver el carnaval serrano a pesar de que allá lo confunden con un turista, ¿qué clase de antropólogo es usted?
(Sonríe) Bueno, la antropología estudia la cultura. Y yo estoy convencido de que la cultura está en todas partes, es una diferencia con los que creen que la cultura es patrimonio de un grupo. Yo creo que la cultura la tenemos todos, me gusta ver cómo podemos encontrar en la calle la cultura popular, en todas las regiones, en Esto es Guerra o en una procesión en Huancayo, y ver que en el fondo no somos tan distintos.
Ha contado que de joven viajaba al carnaval, para estudiarlo, y los bailarines lo confundían con un turista y jugaban con su ropa.
Sí, (sonríe), se burlaban de mí y tengo muchas anécdotas. Pero para no entrar en detalles, debo decir que yo estudio el humor. Aristóteles decía que el humor tiene la función de demostrar superioridad frente a otros, Freud decía que era una válvula de escape de contenidos reprimidos.
¿Y usted qué cree?
Yo soy más de los que cree que es una forma de incongruencia que nos genera sorpresa y eso nos da risa. Y es verdad que cuando yo era investigador se burlaban de mí. Pero ese humor era una manera de acercarse, porque la risa genera comunidad, y así yo dejaba de ser el gringo foráneo antropólogo.
El carnaval es un tema interesante. Ayacucho es una ciudad a la que suponemos triste, por toda la violencia que ha sufrido, pero tiene uno de los carnavales más desenfrenados del Perú, ¿hay alguna explicación?
Primero no podemos dejar de lado el abandono que ha sufrido el pueblo ayacuchano y gran parte del país. Sin embargo, el carnaval tiene la característica de invertir el orden. La sociedad necesita espacios, no solo para drenar energía sino para entenderse a sí misma, poniéndose de cabeza. El carnaval también relaja las jerarquías y libera un montón del lenguaje.
Huerta-Mercado era estudiante en la Universidad de Nueva York cuando ocurrió el atentado de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. Fue testigo de la tragedia. Fotografía: Archivo La República.
Usted es un estudioso del humor, ¿cuánto ha cultivado su propio sentido del humor?
Yo llegué tarde a la repartición de la gracia, hago lo que puedo. A mi pareja le gustaba mi sentido del humor, pero ha empezado a odiarlo. Y lo que me gusta es hacerla reír a ella. Es lo que intento.
¿Por qué alguien que fue adolescente durante la época de guerra contra el terrorismo decidió ser antropólogo?
(Se queda varios segundos en silencio) Creo que por eso mismo. Había ansiedad por saber cosas. Cuando ocurrió una tragedia mientras estudiábamos aquí, el padre Marcial me dijo que debíamos persistir en la antropología para encontrar respuestas.
¿Falleció un compañero suyo?
Sí, en Tarata.
¿Era estudiante de la Universidad de Nueva York cuando ocurrió el ataque a las Torres Gemelas?
Sí, fui testigo.
¿Qué es lo que recuerda?
Correr, con miedo. Pensé que no era un atentado, no podía creerlo hasta que cayó el segundo avión. Tenía todo el recuerdo de los atentados aquí, en el Perú, sentía que si corría alguien me podía culpar. Pensaba que ya me había librado de atentados terroristas y justo vi eso. Yo estaba bajo las torres y vi gente caer.
Usted ha contado que semanas después del atentado se paseaba por la zona evacuada de la ciudad, ¿cuánto cambió la ciudad con ese ataque?
La gran ciudad que yo recién conocía se volvió vacía con gran cantidad de fotos de personas desaparecidas, que todos sabíamos que estaban muertas. Era una ciudad fantasma. Éramos pocos los que habíamos quedado allí porque vivíamos en un gimnasio. Dos cosas pasaron, el mismo profesor que me había dicho que debíamos entender el Perú, después de que pasó lo de Tarata, me dijo que había que ver como antropólogo que esa cosa mala podía traer cosas buenas, sacar lo mejor de las personas. Y nuestro director, en Nueva York, nos dijo: “Como antropólogos nuestra obligación es escuchar, entender el contexto”. Y yo me quedé con la idea de que el sufrimiento de un ser humano es el sufrimiento de todos.