Según estimados recientes, los venezolanos que buscan mejor vida en otra parte ya sobrepasaron los 7 millones y configuran un 25% de la población. Por orden lineal de llegada, los países más concernidos por su migración son Colombia (2.5 millones), Ecuador (sobre 500 mil), Perú (1.5 millones) y Chile (más de 450 mil).
Tan masivo éxodo —que supera la población de varios países representados en la ONU —, fue previsto por expertos, medios de comunicación y organismos internacionales. En 2016, The New York Times observó que la cantidad de venezolanos que dejaban su país configuraba “la migración más alta en más de una década”. Un año después, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) informó que entre 2014 y 2017 más de un millón de venezolanos emigró hacia otros países de América Latina.
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Si se agrega que la mayoría de esos migrantes están indocumentados y que los países mencionados no estaban preparados para recibirlos, el fenómeno configura una inédita catástrofe humanitaria. La sufren los propios migrantes, que pagan peaje a “guías” inescrupulosos, no encuentran la vida que buscaban en los países de llegada y generan actitudes xenofóbicas. Pero también la sufren los habitantes de los países receptores. Inmersos en sus propias crisis, se perciben invadidos, víctimas de delincuentes de nuevo tipo y atemorizados por la expansión de los narcotraficantes, que aprovechan la confusión para expandir sus redes.
En definitiva, las vidas de todos resultan de mucho peor calidad y, por tanto, la pregunta que se formulan los ciudadanos de los países receptores era inevitable: ¿en qué luna de qué planeta estaban los responsables políticos nacionales y los jefes de los organismos internacionales?
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Por lo general, migraciones de tan alta densidad son secuela de guerras o de catástrofes naturales. En nuestra región sólo recuerdo tres con motivación política que, comparativamente, lucen de intensidad baja. Una fue la diáspora chilena entre 1973 y 1989, durante la dictadura del general Pinochet. Según cuantificaciones polarizadas, las cifras oscilan entre 200 mil y un millón de migrantes (ambas comprenden a este columnista). Las otras dos se produjeron en 1980, en Cuba, y tuvieron forma de estampida. Primero fue la invasión de la embajada del Perú por 10 mil disidentes que, al salir, se distribuyeron en diversos países. Los siguieron los 125 mil “marielitos” que Fidel Castro dejó escapar por mar, rumbo a Miami, para dar otra lección a “los imperialistas”.
Por lo dicho, es asombroso que la gigantesca y durable migración venezolana no haya estado en la agenda prioritaria de los organismos intergubernamentales ni en la agenda internacional de los Gobiernos en los países receptores.
Todo indica que tanta discreción fue fruto del trabajo solidario del Grupo de Puebla —tributario del chavista “socialismo del siglo 21”—, que promueve la mejor manera posible de normalizar la dictadura venezolana… o de disimular sus daños. Dos ejemplos recientes pueden demostrarlo. El primero, una larga carta de noviembre pasado, firmada por expresidentes, exministros, exfuncionarios internacionales, parlamentarios e intelectuales sudamericanos, convocando a una integración “anclada en la solidaridad continental y en los valores permanentes de la paz y la democracia (…) para enfrentar las cuatro amenazas que acechan a la región: cambio climático, pandemias, desigualdades sociales y regresión autoritaria”. Los redactores de esta carta no sólo soslayaron la masiva migración venezolana. Además —y esto es casi surrealista— sus destinatarios fueron 12 presidentes de la región, entre los cuales el peruano Pedro Castillo, que pronto intentaría un golpe de Estado y ¡el mismísimo Nicolás Maduro!
El segundo ejemplo se produjo ahorita, en Bogotá, cuando el impacto catastrófico de la migración ya era inocultable. Me refiero a la cumbre latinoamericana sobre Venezuela, convocada a fines de abril por el presidente colombiano Gustavo Petro. Contra la lógica de la coyuntura, el evento no abordó la necesidad de concertar políticas y acciones para enfrentar el vaciamiento de venezolanos sobre los demás países de América del Sur. Su objetivo puntual fue sondear la posibilidad de un acuerdo de Maduro con sectores de la oposición para un cronograma electoral que permitiera levantar las sanciones económicas contra su dictadura. Incluso se planteó la creación de un fondo internacional para la inversión social en Venezuela y, de paso, se prohibió la entrada a Colombia de Juan Guaidó, quizás el más connotado líder de la castigada democracia venezolana.
"Por lo general, migraciones de tan alta densidad son secuela de guerras o de catástrofes naturales". Foto: archivo LR
En medio de ese diversionismo, tan antagónico con los respectivos intereses nacionales, el régimen venezolano sigue sin asumir responsabilidad política alguna. Pero, en secuencias simultáneas y con la migración como background, comenzaron a romperse los cántaros de la contención ideologizada. Motivo: las señales de la coyuntura indican peligro para las relaciones vecinales.
Por causales endógenas y exógenas, el presidente ecuatoriano está en trance de ser “vacado”. Evo Morales trata de conquistar una base aimara en Puno, mientras Bolivia es acusada como pasadizo de migrantes para incordiar a Chile y al Perú. El presidente colombiano junto con su homólogo mexicano desconocen la legitimidad de la presidenta peruana Dina Boluarte y están liquidando de arrastre a la Alianza del Pacífico, único organismo exitoso de integración latinoamericana. Y dejo para el final los duros intercambios entre representantes de Chile y el Perú, ante la dramática situación de cientos de migrantes, que hoy deambulan a ambos lados de la Línea de la Concordia, controlados por policías y militares de ambos países.
En ese cuadro de amenazas para la seguridad, la autodeterminación democrática y la paz, autoridades venezolanas han emitido señales de dulce y agraz. Por un lado parecen allanarse a una negociación diplomática con chilenos y peruanos, que instale un “corredor humanitario” de salida para sus compatriotas que quieran volver. Pero, simultáneamente, han emitido una advertencia insólita: las autoridades de los países receptores deben velar por los derechos humanos de los migrantes, como si sus penurias se hubieran originado entre Santiago y Lima.
Los escritores debieran tomar nota de ese hallazgo de la imaginación caribeña, que bien podría calificarse como cinismo mágico, en tácito homenaje a Gabriel García Márquez.