"El territorio de Tacna y Arica será dividido en dos partes. Tacna para el Perú y Arica para Chile». Así dice el artículo segundo del Tratado de Lima de 1929, y así dice una voz en off, en inglés, en la pantalla del Cine Cosmos-UBA, cierto lunes de abril en Buenos Aires. El tratado o la voz que lee el tratado también dice que la frontera entre ambos países «partirá de un punto de la costa que se denominará “Concordia”». Es decir, consenso, armonía. Es decir, ironía.
Concordia, además, es el nombre del cortometraje de Diego Véliz (Chile, 1987), que participó en el 24 Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. El Bafici. La idea del corto parece elemental, pero sus ingredientes estallan más allá de lo convencional. Es una lectura (literal) o relectura (metafórica) del Tratado de 1929. Es un rejunte de imágenes de archivo del desierto minado que Augusto Pinochet sembró en sus fronteras ante una posible ‘revancha’, 99 años después de la Guerra del Pacífico. Es un registro del arrepentimiento democrático, de la reparación, de la desactivación y la detonación. Es, aunque suene trillado, un ejercicio de memoria.
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¿Para qué sirve la memoria? ¿Por qué en un festival como el Bafici, tan lejos de casa, se habla de Tacna y Arica, de minas antipersonales, de acuerdos fronterizos y desacuerdos militares? «Para que la historia no se repita», respondo sintiéndome Darín, y me tomo un café con dos medialunas. Mientras tanto, no tan lejos de casa, en la puerta de entrada o de salida donde pasan las visitas, en el verdadero punto de Concordia entre Chile y Perú, se vuelve a repetir, a su modo, la vieja historia de las tensiones diplomáticas. Como en una escena de Twin Peaks, “el pasado dicta el futuro”.
Entonces, si no podemos evitar que la historia se repita, ¿para qué sirve, nuevamente, la memoria? ¿Con qué se come? ¿Para qué llevar a cabo el peso de recordar?
Pues para no olvidar. Para entender. Para sentir. Para ser. “Concordia” no propone una solución, pero sus imágenes componen una idea del recuerdo: dictaduras, guerras, pactos, bombas -y sus huellas en el desierto-, registradas en videotape. Nosotros, los espectadores, ocupamos el rol de testigos inermes del vicio del poder. Somos el operador del tractor Caterpillar que se sobresalta con cada estallido provocado por las minas antipersonales, pero se mantiene indemne. Somos el desactivador de minas que pone el cuerpo y se protege con un casquito y una máscara. Somos inofensivos frente a la pantalla, y somos inofensivos fuera de ella. Pero somos. Sentimos. Entendemos. Recordamos.
Director. El ariqueño Diego Véliz llevó su cortometraje al Bafici. Foto: archivo LR
«Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Desde la cima del morro de Arica, el Cristo de la Concordia pondera esta frase, no sin cierta resignación, en una placa tallada bajo los escudos de Chile y Perú. Los planos finales de “Concordia”, quizás, sean un atisbo de respuesta. La estatua descolorida, que cierra por fin los acuerdos de 1929, nos protegerá, o no, de las minas que aún quedasen ocultas.
Tal vez el consenso, la armonía, no sean fáciles de conseguir. Tal vez la memoria al final no nos dé de comer. Pero podemos recordar. Y en esos recuerdos del dolor, de la pérdida, de la injusticia, sí podemos abrazarnos, al menos un ratito, los unos a los otros. Desde Tacna hasta Arica. Desde el Punto de Concordia hasta el hito n° 1. De Santiago a Lima y de Lima a Buenos Aires, de camino a la siguiente película, escuchando a las paredes hablar el lenguaje de las pintas y el graffiti, una memoria indeleble que estalla para honrar a muertos y desaparecidos. Y dentro de una sala de cine seguimos siendo, recordando. Aunque pese.