CANTO I
Hay alguien que escucha,
aguarda,
contiene el aliento, muy cerca de aquí.
Él dice: Esta es mi voz.
Nunca más, dice, se estará tan tranquilo y seco y tibio como ahora.
Se oye a sí mismo
en su cabeza ahogada.
Dice: aquí no hay nadie
excepto yo. Ésta debe ser mi voz.
Espero, contengo el aliento,
escucho; ese rumor distante
en mis oídos —antenas de piel suave
no quiere decir nada.
Es solo el pulso
de mi sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo,
he contenido la respiración.
Ruido blanco en los audífonos
de mi máquina del tiempo.
Pura estática cósmica apagada.
Nadie toca la puerta ni grita por ayuda.
No hay señales de radio.
Me digo a mí mismo:
o este es el final
o esto aún no ha comenzado.
¡Aquí estamos! ¡Oye!
Un sonido estridente. Cruje. Se desgarra.
Ya está. Una uña de hielo araña la puerta, y se detiene.
Algo cede.
Un lienzo interminable,
un trozo de lino blanco como nieve
siendo rasgado, delicadamente al principio
y cada vez más furiosamente
roto en dos con un sonido estridente.
Este es el comienzo.
¡Escucha! ¿No lo oyes?
¡Por Dios, agárrate bien!
Y luego, silencio nuevamente.
Apenas se logra a oír
un ligero ruido en los armarios,
un tañido del cristal
cada vez más y más débil
desfalleciendo más y más.
¿Quieres decir que eso fue todo?
Así es. Lo fue.
Eso fue el comienzo.
El comienzo del fin
siempre es discreto.
Son las 11:40 p.m.
a bordo. Hay un tajo
de doscientas yardas
bajo la línea de flotación
en el casco de acero enchapado,
abierto por un cuchillo gigante.
El agua se precipita
por las escotillas.
Treinta yardas sobre el nivel del mar,
el iceberg pasa silencioso
bañado por las luces del barco
y desaparece en la oscuridad.
CANTO IV
¡Esos eran buenos tiempos! Yo creía
en cada palabra que escribía, y escribí
El hundimiento del Titanic.
Era un buen poema.
Recuerdo exactamente
cómo empezaba, con un sonido.
“Un sonido estridente”, y escribí
“deteniéndose. Silencio”. No,
no era así. “Un ligero”,
“un estrépito de platería”. Sí,
así empezaba, creo.
Más o menos. Y así sucesivamente.
Estoy citando de memoria,
no recuerdo el resto.
¡Qué cosa más agradable sentirse
ingenioso! No quería admitir
que la fiesta tropical había pasado.
(¿Qué quieres decir con “fiesta”? Era urgencia,
idiota; urgencia y necesidad.)
Unos pocos años después
todo fue concluido,
y ahora hay suficientes zapatos
y suficientes focos y desempleados,
suficientes máquinas nuevas y regulaciones.
Siento un frío hasta los huesos;
un anacronismo
dentro de otro anacronismo.
Puedo oler el carbón ardiendo.
Ahora vivo aquí
en la ciudad más horrible de Europa
entre príncipes prusianos pudriéndose
lentamente
y miembros del Comité Central,
en la más amarga, angustiante y nacional
enfermedad;
y recuerdo el pasado, y recojo
esos recuerdos. No te preocupes
—solía decirme—, es un fata morgana,
realmente la isla de Cuba
no está tambaleándose bajo nuestros pies.
Y estaba en lo correcto,
porque entonces lo único que naufragaba
era mi poema sobre el hundimiento del
Titanic.
Era un poema escrito a lápiz
en un cuaderno con tapas
negras de jebe, y yo no tenía ninguna copia
porque en toda la isla de Cuba
no se podía encontrar una sola hoja
de papel carbón. ¿Te gusta?, le pregunté
a Maria Alexandrovna, y luego
lo metí en un sobre de manila.
Fue embarcado desde un muelle de La Habana
en una bolsa de correo a París
que nunca apareció.
Todos conocemos el resto del cuento.
Afuera está nevando. Intento
retomar el hilo, y algunas veces
—como ahora— creo conseguido.
Tiro de él. El velo se rompe en dos
con un sonido estridente, y a plena luz del
día
los reconozco a todos:
a las niñas mulatas; al capitán
y sus bigotes blancos; a Dante
(1265-1321); a Jerome, el fogonero
(su nombre de pila es un misterio) (¿1888?-
1912);
al viejo maestro de Umbría
con las uñas manchadas de pintura,
nacido en tal o cual año
y muerto después;
a Maria Alexandrovna (1943- ) —
A todos ellos, los que
murieron congelados, los que se ahogaron,
1217 en total dicen unos, 1500
dicen otros. ¡A ver, gusanos!
¡Contradigan esas cifras,
escarabajos de la muerte!
Que yo los conozco a todos,
hasta a los cinco chinos aplastados
como bolsas de harina contra las tablas
del bote salvavidas. Creo conocerlos,
creo que siguen con vida,
aunque no puedo poner las manos al fuego.
Por eso estoy sentado aquí, envuelto
entre frazadas, mientras afuera
la nieve cae. Estoy jugando con el final,
el final del Titanic.
No tengo nada mejor que hacer.
Tengo tiempo, igual que Dios.
No tengo nada que perder. Juego
con el menú, los radiogramas, los ahogados.
Los reúno, los recojo
de las negras y heladas aguas del pasado.
Escombros, frases rotas
cajas de fruta vacías, pesados bolsos
color beige, humedecidos, manchados por
el agua salada,
recojo versos de las olas,
de las oscuras y cálidas olas del Caribe
plagadas de tiburones,
de versos desmembrados, de cinturones de
seguridad
y remolinos de souvenirs.
PUEDES VER: César Vallejo desanda en París, con aguacero
El iceberg
El iceberg se está acercando
irrevocablemente.
Mira cómo se desprende con violencia
del frente del glaciar,
de las faldas del glaciar.
Oh sí, es blanco,
y se desplaza. Oh sí,
es más largo que cualquier cosa
desplazándose sobre las aguas
en el aire,
o sobre la tierra.
Sueños mortales
atravesados por una larga caravana
de icebergs:
“Acechando el océano,
a doscientos cincuenta pies de altura,
la superficie gélida y fracturada
refleja la luz
con maravillosos matices
de transparencia.”
“Como si fuera un sol
multiplicado
sobre cien palacios encristalados”.
Es mejor no pensar
en el peso del iceberg.
Quien lo haya visto
difícilmente podrá borrar esa impresión,
no importa el tiempo
que le quede por delante.