El viaje hacia Auckland, Nueva Zelanda, duró una eternidad. Fueron 14 horas de imaginación pura y de constante estiramiento de piernas. Era el 6 de noviembre de 2017 y lo único en lo que pensaban Alberto Rodríguez y Carlos Cáceda era en cómo sería el final de esos primeros 90 minutos, la primera parte del repechaje que podía llevarlos a Rusia 2018. Las frases más repetidas en ese vuelo eran: “No tenemos mucho conocimiento de ellos, pero por algo están en esta instancia”, “Nos van a complicar en su casa”, “¿Habrá tanto viento cómo dicen?”.
Algo más fue una constante en ese viaje: la idea de que nunca debían ver por encima del hombro al rival. Escuchaban siempre de su supuesta superioridad sobre Nueva Zelanda, pero no se la creían, no podían hacerlo, las palabras de Ricardo Gareca se lo impedían. El famoso ‘pensá’ del técnico les servía como cable a tierra.
Para Alberto Rodríguez, eso de abrazar la cautela como forma de ser venía de antes. El 10 de octubre de ese mismo año ya había vivido algo inexplicable. Con el gol de Paolo Guerrero en el arco de David Ospina y el 1-1 ante Colombia que nos daba derecho a jugar el repechaje le cayó todo encima. La responsabilidad, la ansiedad y el temor a decepcionar al hincha, ese que acompañaba al equipo a todos lados, lo embargaban. Prefirió refugiarse en su apodo, guardar silencio, hacerse el mudo y escuchar con atención cada palabra de Ricardo Gareca. “El sueño hoy depende de ustedes”, les repitió hasta el hartazgo, en cada entrenamiento previo al partido en Wellington, una ciudad que ama el rugby y no comprende del todo al fútbol.
Cuando se supo quiénes formarían en ese primer partido, Rodríguez estaba ansioso, quería salir a jugar de una vez, cerrar el área y proteger el arco. La estatura y la condición física del rival no le preocupaban. Ese era su día ‘D’.
Desde la banca, Cáceda se repetía que debía estar listo para cuando lo necesitaran y que no debía dejar de alentar a Pedro Gallese, con quien compartió cada uno de los entrenamientos como un partido oficial, exigiéndose al máximo.
Nueva Zelanda fue exactamente lo que esperaban, pero los nervios les jugaron en contra. “Hubo mucha expectativa, muchos nervios, muchos sentimientos encontrados. Para esta generación, estar a puertas de un mundial y de la forma que se dio, fue algo que no se puede decir con palabras”, cuenta Rodríguez tratando de dar una explicación de lo que pasó en el partido de ida y del 0-0 que no nos ayudaba.
Las cábalas no son parte de la rutina de Alberto Rodríguez. Antes de un partido solo se recomienda a Dios y respeta las tradiciones de todos sus compañeros. Hay quienes llevan siempre fotos de sus familiares y otros que guardan cartas de la buena suerte en las medias. Todo vale. Y más en un partido como el del 15 de noviembre de 2017.
Las gradas del Nacional se remecieron a la salida de los arqueros al calentamiento. Carlos Cáceda tenía un presentimiento, algo bueno estaba por pasar. De regreso a camerinos, las palabras finales de Gareca fueron suficientes para que salieran con el corazón en la garganta a entonar el himno. “Ricardo nos dijo que estábamos donde todos habíamos soñado, a puerta del gran objetivo después de 36 años, que dependía única y exclusivamente de nosotros”, relata Alberto, tras confesar que, con el marcador a favor, tras el gol de Jefferson Farfán en el primer tiempo, los minutos se le hicieron eternos.
‘El Mudo’ llevó la cinta de capitán en ese partido. Foto: Archivo GLR.
En el segundo tiempo vino el remate de Christian Ramos para el 2-0. Era el minuto 64. “Quería que acabara ya”, dice Rodríguez. Veía a sus compañeros gritando en la banca.
Cáceda celebraba mientras en su cabeza le dedicaba la clasificación a su familia y pensaba: “lo logré, ya estamos”. Vino el pitazo final del árbitro francés Clément Turpin que desató la alegría de un país. Carlos no lo dudó. Corrió a abrazar a su amigo, al hermano que lleva el mismo uniforme amarillo, al colega de guantes, a Pedro Gallese. De ese gesto ha quedado una postal: Santa María sale con el buzo rojo a buscar alguien con quien celebrar. Corzo espera con los brazos abiertos a Advíncula. Y Cáceda corre a la portería. Luego, los tres arqueros de la selección se confunden en un abrazo y en una misma mancha amarilla. Carvallo, Cáceda y Gallese: los guardapalos son la imagen de la felicidad.
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Luego, a todos les dieron unas camisetas que les daban la bienvenida a su primer mundial y unas ushanka (gorras rusas) para la celebración. ¿De dónde salieron? Hasta ahora no lo saben, pero señalan a los hombres de utilería como los organizadores de una fiesta que ellos debían vivir silenciosamente.
Las emociones continuaron fuera de la cancha. Ahí, en el camerino, donde alguna vez se dijeron de todo, la emoción se desbordó. La idea inicial era saltar y gritar: “Nos vamos al mundial”, pero de pronto alguien tomó un balde lleno de agua y bañó al profe Gareca. Luego vieron a Christian Cueva tratando de cargar al entrenador. “Ayúdenme carajo”, se escuchó, y todos corrieron a levantar en hombros al hombre que hoy endiosa el mundo futbolero peruano.
Así vivieron el repechaje. Un defensor y un arquero suplente confiaron en las palabras de un técnico, se mantuvieron prudentes antes las voces que los veían como favoritos, y conquistaron un logro que fue esquivo por casi cuatro décadas.