La noche en que escaparon de Kíev, el peruano Ingo Heredia y su familia pugnaban por subir al tren que los llevaría a la ciudad de Uzhgorod, cerca de la frontera con Eslovaquia, cuando escucharon el ruido. Eran misiles.
–Había mucha gente. Nosotros escuchábamos el sonido del misil, mirábamos arriba y no sabíamos si iba a caer en tu sitio.
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Heredia dice que las personas miraban al cielo con un escalofrío, pensando “¿dónde caerá?”.
–Caían cerca de donde nosotros estábamos, pero cuando escuchábamos que era al menos a un kilómetro, ya podías considerarte una persona con suerte.
El peruano, su mujer, ucraniana, y sus dos hijas, nacidas en ese país, habían salido de su casa, en el centro de Kíev, hacia las cuatro de la tarde, según dice, cansados de esperar que el consulado peruano les confirmara que podían salir en convoy, como les habían prometido.
–En el grupo de WhatsApp de peruanos en Ucrania contaron que la estación de trenes todavía estaba funcionando y en vista de que el consulado decía lo mismo, que estaban evaluando, yo me di cuenta de que, si las rutas estaban mal ahora, no iban a estar mejor mañana o pasado –dice–. El tercer día le dije a mi esposa que, si no había alguna noticia, salíamos sí o sí. Y así lo hicimos.
Heredia vivía desde 2014 en Kíev, cuando se casó con su esposa, Gala, a la que había conocido tiempo atrás en un viaje a Cusco. Tiene dos hijas con ella, de cuatro y seis años, y desde principios de febrero había tratado de salir de Ucrania ante las noticias de una inminente invasión. Pero había un problema con los papeles de la menor. Y la invasión comenzó.
Heredia en una foto antigua, con su esposa ucraniana
–La mañana [del ataque] me levanté más temprano de lo habitual, con un presentimiento, y en eso un amigo me llama y me dice: “Oye, han empezado”. Abro las noticias y veo que sí, han empezado. Y corrí a la tienda a comprar todo lo que podía para tres semanas.
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Durante tres noches, la familia se refugió en el sótano de la escuela de las niñas, siguiendo en las noticias el avance de las fuerzas rusas y la valiente resistencia de los ucranianos.
Heredia dice que, dentro de todo, ellos no la pasaron tan mal. Una amiga de su esposa vivía en un pueblo de las afueras, donde los combates sucedían en las calles. Un día les contó que un ruso cayó herido frente a su puerta y desde allí clamaba ayuda a los vecinos y que ninguno se atrevía a salir por miedo. El ruso murió y su cadáver quedó en el lugar.
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Otra prima suya quedó atrapada en una zona de enfrentamientos, sin poder acudir a ningún refugio debido a la enfermedad de su madre. Sin calefacción, casi sin alimentos, con la muerte cruzando las calles todos los días.
–Me siento mal, absolutamente triste, desgastado, vacío –dice Heredia, quien en estos ocho años aprendió a amar la ciudad a la que se mudó por amor–. No hay peor sentimiento, porque tú te vas, pero tienes un montón de conocidos que se han quedado, porque a los hombres no los dejan salir y muchas esposas no se van porque no quieren dejar a sus esposos. Gente que tú conoces de mucho tiempo que todos los días se tiene que esconder en los subterráneos, con el miedo de que en cualquier momento un misil puede caer en tu casa.
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Desde Budapest, la capital de Hungría, adonde llegó después de viajar en tres trenes diferentes durante un día entero, el peruano, ingeniero aeronáutico de profesión, dice que nunca en su vida pensó que iba a experimentar una guerra en carne propia.
–Después de la Segunda Guerra Mundial, es como si el hombre no hubiera aprendido nada. Es increíble lo que pasa.
Marcha lenta. Miguel Ángel Capuñay escapó caminando hacia Rumanía.
La noche de la invasión, a Miguel Ángel Capuñay lo despertaron el sonido de las bombas. En estricto, lo despertó su pareja, quien tiene el sueño ligero y quien fue la primera en escuchar los estallidos que ocurrían en las afueras de Horenychi, el pueblo donde vivían.
–El remezón de las bombas era como un temblor, se sacudía toda la casa –dice.
El peruano, abogado especializado en Derecho Internacional, había estudiado su carrera en Kíev, en los años ochenta, cuando Ucrania era parte de la Unión Soviética. Había regresado en 2018 para un reencuentro de egresados y a partir de entonces iba y venía desde Lima con cierta frecuencia, porque se había enamorado de una mexicana que vivía en la ciudad y porque comenzó a hacer negocios con empresas locales.
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Cuando comenzó la invasión, Capuñay y su pareja fueron a la embajada mexicana porque el gobierno de Andrés López Obrador fue uno de los primeros en anunciar que enviaría a buscar a sus compatriotas.
Pero ese día no hubo novedades ni tampoco al día siguiente. Previendo que no había tiempo que perder, el grupo –Capuñay, su novia y el hijo y la nuera de ella –salieron en su camioneta con otras tres familias mexicanas, en dirección a Ivano-Frankivsk, cerca de la frontera con Hungría.
Fue un viaje lento, larguísimo, por las filas de autos que llenaban las carreteras y, sobre todo, las gasolineras. El abogado peruano veía a su alrededor familias enteras que estaban dejando toda su vida atrás para escapar de la guerra. Hicieron paradas en Bila Tserkva (dos días después de su paso, los rusos atacaron esta ciudad) y Jmelnitsky. Por las noches, veían las imágenes de los bombardeos en Járkov, la segunda ciudad del país. Era terrible y doloroso.
–Pero una cosa me llamó la atención –dice–. Los rusos pensaban que esto iba a ser pan comido, que en tres horas iban a llegar a Kíev y que la gente se iba a rendir y ya. No se habían imaginado tal nivel de resistencia de las fuerzas ucranianas.
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En Ivano-Frankivsk decidieron dirigirse hacia Rumanía, ya que el gobierno mexicano dijo que enviaría su avión a Bucarest, pero al llegar a la frontera encontraron una fila de vehículos de ocho kilómetros.
Capuñay, preocupado, porque de Bucarest debía viajar a Varsovia, Polonia, adonde supuestamente llegaría el avión para los peruanos, se despidió emocionado de su pareja y los demás y siguió camino a pie. Varias horas después, a las 10 de la mañana del lunes 28, cruzaba la frontera de Rumanía. Multitudes de rumanos recibían a los refugiados con alimentos y ofertas de alojamiento. Luego de vivir los días más intensos de su vida, estaba fuera de peligro. Estaba a salvo.