Charly García es un monstruo sacado de un mundo de reinvenciones. Quizá, por eso, es inmortal. Porque siempre tiene cientos de nuevos rostros. O, simplemente, es porque la muerte adora su genialidad y prefiere seguir escuchando su música. Charly es uno de los últimos sobrevivientes del olimpo del rock argentino. Es el desconocido que ha acompañado a cuatro generaciones -abuelos, padres, hijos y nietos- por esos grises caminos de la vida. Es, naturalmente, un zurdo, con bigote bicolor y oído absoluto, que cumple 70 años el próximo 23 de octubre. Son siete décadas de virtudes, excesos y adicciones.
Cuando tenía 40 años, la industria estaba preparada para jubilarlo y convertirlo en un clásico cantando -en las giras- sus grandes éxitos, porque ya tenía 20 discos; pero él no quiso. “Se reinventó siempre en otro artista”, dice Roque Di Pietro, autor del libro Esta noche toca Charly.
A los 5 años, él era Carlos Alberto García Moreno, un niño prodigio que con el piano tocaba con perfección las composiciones de Mozart y Chopin. “Su formación no tiene comparación. A los 11 años tentaban a sus padres para que haga giras en Europa”, cuenta Palito Ortega, quien en el 2008 lo salvó de unas de esas tantas veces que Charly estuvo al límite. “Cuando oye a las nuevas bandas, reniega, y dice: ¡por qué no estudian!”.
El bigote bicolor, como también lo conocen por el vitiligo, dejó la música clásica cuando descubrió a The Beatles. “Me rompió la cabeza”, recuerda. Después, vino Sui Generis (1972-1975) cuando Billy Bond, uno de sus primeros productores, sintió que estaba frente a “un pianista único que tocaba rock and roll como los dioses”.
Por esos años, Charly se convirtió en una voz de su generación en plena dictadura. Tuvo que hacerse el loco e intoxicarse con pastillas para escapar del servicio militar. Botas locas y Canción para mi muerte resumen esos episodios. “Así comencé mi larga carrera de éxitos, gracias al Ejército argentino (...) La censura ayuda, tenés que pensar una metáfora para el enemigo”, ha dicho. Para Mara Favoretto, autora del libro Charly en el país de la alegorías, él “ocupa un lugar en el imaginario colectivo nacional y en el espacio social, político y cultural”. Charly es un creador de bandas de culto que después abandona. Con La Máquina de Hacer Pájaros (1976- 1977) y Serú Girán (1978-1982), perfeccionó su lenguaje alegórico. Decía una cosa que significaba otra. Los militares nunca lo entendieron.
Después, ya como solista, cerró un concierto destruyendo con misiles una ciudad de utilería cantando No bombardeen Buenos Aires, en protesta por la Guerra de Las Malvinas. Un año después, dedicó unas frases de Los Dinosaurios, como celebrando el regreso de la democracia.
Desde finales de los ochenta y hasta la llegada del nuevo milenio, Charly entró en un mundo imparable, lleno de enojo, caos y descontrol. Pasó por centros psiquiátricos, se lanzó a una piscina desde el noveno piso y tuvo líos judiciales. “Es un monarca que gobierna una torre de marfil que se cae, constantemente, a pedazos. Hace y deshace”, dice su biógrafo Sergio Marchi.
Joaquín Sabina considera que Charly no ha rehuido al peligro de ser el rey. “Se me viene a la mente Cristo en el sentido de la inmolación, no en el sentido trágico de tanto miserable que especula sobre su estado de salud”, dice en el libro No digas nada. García tiene ocho discos situados en los 100 mejores del rock argentino, según la revista Rolling Stone. Es ganador de tres Premios Gardel de Oro, es Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y es el artista que dejó el “primer concierto subacuático del mundo”. Sus mejores presentaciones fueron en aguacero. “No llueve, escupen”, dijo durante el Quilmes Rock 2004, antes de que cantase una de las versiones más memorables de Seminare que aún escarapela el cuerpo al verla en YouTube. “Es Patrimonio de la Humanidad”, dicen algunos de sus fanáticos que ya se alistan para celebrar sus 70 años. Ellos esperan que el día de su cumpleaños llueva para que muestre su mejor reinvención. Él es el monstruo más amado. Y está vivo para contarlo.