Ángelo Caro Narváez tiene tatuado un ojo-reloj en el antebrazo izquierdo. Es un diseño surrealista cuyas manecillas marcan las 7.45. “La hora en que desperté”, dice el skater olímpico. Fue un 26 de agosto por la mañana, hace 22 años, en Chiclayo, esa ciudad del norte peruano donde vivió hasta que tenía tres. Entonces, su madre lo tomó de la mano, lo condujo a una estación de buses junto a sus hermanos, Marcelo y Fabrizio, y lo trajo a Lima, a la casa de los abuelos.
“Era una mujer que acababa de convertirse en madre soltera y llevaba a sus niños a un lugar donde preservarlos –recuerda ahora, la voz monocorde–. La casa adonde llegamos queda a cinco minutos del Skate Park de San Miguel. Tengo recuerdos de ahí en adelante, de lo anterior solo hay versiones”. Aquí, a los diez años –y tras dejar el fútbol porque no soportaba las lisuras del entrenador–, Ángelo subió por primera vez a una patineta, ayudado por su hermano Fabrizio, e irrigó su efervescencia. Es el parque que ahora lleva su nombre y adonde ha llegado este miércoles tras su participación histórica en Tokio 2020 y un par de lesiones que pausaron su rutina.
Ángelo Caro vuelve a patinar. El chico que venció a su ídolo en las olimpiadas ha tropezado frente a una niña skater que le pide un selfi. Mira al cielo cada vez que falla un truco. Se ha reencontrado con sus homies; uno de ellos, Martín ‘Walon’ Saavedra. “Te harán preguntas sobre nuestra amistad –le ha dicho Ángelo antes de enfrascarse en carcajadas–, no te pongas romántico”.
Un resumen diría que compite desde los catorce, que tiene más de veinte reconocimientos, que en 2019 se coronó campeón en tres torneos consecutivos en Europa, que departió con Neymar en París, que escribe canciones de trap y que transformó la mirada colectiva hacia un deporte estigmatizado. Diría también que Ángelo Caro durmió en parques mientras competía en otro continente con el firme propósito de vencer para contribuir en casa, adonde el dinero llegaba a cuentagotas. Se sabe eso. De lo otro que no se sabe hablará esta tarde, frente al océano.
•Vives con Andrea, tu novia desde hace cuatro años.
• Y con Teresa y Ramón, nuestros chihuahuas. Tienen una personalidad increíble. Son enanos, pero se creen pitbulls.
•¿Ha sido arduo formar un hogar propio a los 22?
•No, porque desde pequeño he tenido la responsabilidad de alguien mayor. Mi padre nunca estuvo conmigo. Mi madre nos mantuvo sola. He quemado muchas etapas, me he independizado a la fuerza. A los doce años, gracias al skate, pude pagar casa, comida y servicios para que viviéramos mejor. Pero lo hacía con gusto, así como mi madre fue capaz de quedarse con hambre para que no nos faltara nada. Ella es fisioterapeuta. La veía muy poco porque trabajaba en todo, todo el día. Soy el hijo de una madre soltera como tantas peruanas y un padre que se fue cuando yo tenía tres años. Pocos saben eso. Tampoco he dicho que el sacrificio de mi mamá le ha generado un mal incurable que le detectaron hace más de ocho años.
Foto: John Reyes/La República
•Qué duro. La otra vez le dijiste por TV: “Mamá, lo logramos”. Te hemos visto llorar junto a ella y también de amargura.
•Soy así. Me parece que hay que normalizar el llanto para derribar lo que la gente dice cuando te ve llorando: niñita, marica. Para mí no es así. Esos son estereotipos machistas.
•El skateaboarding también lidia con muchos prejuicios.
•No sabes. Creo que mi mayor premio ha sido ir cambiando el chip en torno a este deporte, que es mi pasión y mi trabajo. Ese estigma hace que algunos chicos dejen de practicarlo y desperdicien su talento. La gente juzga sin conocer, tengo una buena anécdota de eso.
•Cuéntame.
•Mi novia estudia Estomatología. Entonces, su papá quería para ella un novio doctor o algo así. Un día, cuando llegué a verla, el señor me abrió la puerta y sentí una mirada de molestia. Al verme sudado, con mi skate, pensaría que era un vago o un chico sin futuro. Ahora, olvídate; está en todas las celebraciones. Es un ejemplo de que puede cambiar quien saca conclusiones anticipadas.
•Dejaste de publicar en Instagram hace semanas. ¿Huyes de las redes?
•Es que estuve bajoneado por las lesiones y no puedo hacer videos montando para compartirlos. En realidad, no soy tanto de redes. Me la paso mejor disfrutando la vida real que el celular. Siempre fui así. Tampoco me gustaba ver tele, los videojuegos. Preferí el deporte. Además, en redes pasa de todo. Un día me escribieron que un quinto lugar en las olimpiadas no tiene mérito (sonríe).
Foto: John Reyes/La República
•Viajaste a Europa en 2019. Leí que llegaste con un euro en tu bolsillo, ¿es cierto?
•Lo único que tenía era hotel, que lo pagaban los organizadores. El día de mi primera competencia no había desayunado, pero escuché que a los finalistas les iban a dar almuerzo. Literal, me mentalicé en ganar para comer. Después me moví a otra ciudad para participar en otros dos campeonatos por invitación de un amigo. Hay algo que no he contado de ese tiempo. Pasó un problema, deudas familiares, y esa plata me duró casi un mes. La tuve que destinar y me quedé tirado por allá. Dormí en parques, en spots (lugares para patinar) y hasta en un templo. No sé a qué dios le habré rezado, pero entraba, me lavaban los pies, me arrodillaba, me sentaba descalzo en el piso y me pasaban sirviendo comida. Eso viví antes que Tokio. Llegar a las olimpiadas resultó alucinante. Fue el final de un camino duro porque debí competir en más de ocho países a lo largo de dos años. Empecé en el puesto 200 de 200, y terminé en el 16. Solo entraban 20. La competencia fue otro tema. Recuerdo que solté el celular un día antes y, cuando lo volví a ver, tenía un mensaje de mi madre llorando y de mi novia que decía: ‘¡Te golpeaste los huevos… mis hijos!’. Y yo la calmaba: ‘no, no, no; fue en la pierna’.
•¿Y ningún mensaje de tu padre?
•A él lo vi por primera vez a los diez años, afuera de la Demuna. Le hice saber cuánta falta me hizo. Lo poco que percibí es que era una buena persona. Trabajaba como locutor y murió cuando yo tenía catorce. Mi abuela también falleció hace un año por la pandemia, justo cuando la estaba rompiendo, digamos. Esas cosas, además de la lesión y lo de mi madre, me tienen bajoneado, pero ahí vamos. Es frustrante. La tengo aquí, tan cerca, pero no puedo salir con ella porque le dan sobresaltos. La otra vez veíamos opciones y en realidad tiene dos: una operación cara y riesgosa, porque tiene el 90% de que no salga viva; o un procedimiento similar a la traqueotomía. Hablamos de eso siempre.
•¿De la enfermedad?
•Ajá. A veces hace averiguaciones y me llama llorando porque le dicen que aquí no hay médicos especializados. A veces pierde la fe, pero le digo: ‘no, ma, nunca la pierdas’. Estoy aprendiendo a sobrellevar esa parte y a lidiar con las carencias que me tocaron. Por eso digo que alguna vez, cuando tenga mi hijo o hija, le voy a dar todo lo que me faltó. Le diré que haga lo que sea, pero que sea feliz.
Foto: John Reyes/La República