Quiero felicitar a los miembros del Tribunal Constitucional del Perú por haber rechazado, en un fallo que los honra, la solicitud de los ‘animalistas’ que pedían prohibir las corridas de toros y las peleas de gallos en nuestro país. Es verdad que esta sentencia se alcanzó a duras penas –cuatro votos contra tres–, pero, por el momento, y espero que este momento dure un buen tiempo, los enemigos de la fiesta, que son pocos entre los peruanos, pero eso sí, bien fanáticos, cesarán en sus intentos de poner fin a un espectáculo que forma parte esencial de la cultura peruana desde que esta existe, es decir, desde el instante preciso en que, luego de una lucha feroz, ambas vertientes de nuestra tradición, la española y la prehispánica, se fundieron en una sola y que pronto cumplirá cinco siglos de existencia.
La astucia de los ‘animalistas’ los llevó a identificar las corridas de toros y la pelea de gallos como dos manifestaciones de la crueldad contra los animales, una viveza criolla típicamente deshonesta, pues acerca cosas que son muy distintas, aunque en ninguna de ellas haya razón para prohibirlas. A mí, por ejemplo, aunque he asistido en el Perú a algunas galleras, la verdad es que ese espectáculo nunca me interesó, y que, en efecto, hasta me desagradó por su violencia manifiesta, pero reconozco que tiene una vieja tradición en la cultura peruana –el más hermoso cuento de Abraham Valdelomar describe en tonos épicos la historia de un gallo peleador–, y que está bien enraizada sobre todo en la región costeña. Pero, de ahí a prohibirlas, hay un paso demasiado largo para mi espíritu democrático y liberal. Nadie está obligado a asistir, ni a llevar a su familia, a una corrida de toros o a una gallera.
A diferencia de los toros, las peleas de gallos no forman parte de las bellas artes ni tienen esa remotísima tradición cuyos orígenes míticos se pierden en el fondo de los tiempos, asentada principalmente en el área del Mediterráneo. No pretendo rebajar en modo alguno el fervor con que los aficionados y practicantes dedican su tiempo y su cuidado a entrenar a sus gallos, enseñándoles a atacar y a defenderse, ni el empeño con que, gracias a sus esfuerzos, a menudo heroicos, sobreviven las galleras. Pero las peleas de gallos, aunque tienen una larga historia que, por ejemplo, en Europa, tuvo en Inglaterra poco menos que su época de oro –cuando yo llegué a Londres en los años sesenta del siglo pasado todavía sobrevivían en algunos pubs carteles que las recordaban–, son un deporte violento, en el que los seres humanos no participan directamente ni ha generado aquella riquísima huella en todas las ramas de la cultura, como ocurre con la fiesta taurina.
Las galleras se parecen mucho más a un ring de box que a un coso taurino. Éste es un escenario muy parecido a una sala de conciertos, o al tablado de un ballet, y, en última instancia, al rincón donde los poetas escriben sus poemas o al taller donde los escultores y pintores fraguan sus creaciones. Y, al igual que en las otras ramas de la cultura, una corrida puede cambiar la vida de las gentes, como una función teatral o un libro o un cuadro. Yo lo pensaba hace pocos días, visitando el bellísimo museo dedicado a las esculturas de Chillida, en las afueras de San Sebastián: Chillida Leku. Era un día deslumbrante, de cielo azul y sol pleno, sin una sola nube, y sus formidables creaciones de acero o piedra, tan bien distribuidas en el parque, parecían moverse, hervir, vivir con una plenitud devoradora. Entonces, pensé en aquellos momentos prodigiosos que suelen suceder en las plazas de toros, cuando, de un modo misterioso, el toro y el torero alcanzan una complicidad inexplicable, como si el diestro y el animal hubieran establecido un pacto de honor para rozar la muerte sin hollarla, mostrar la vida en todo su extraordinario esplendor y recordarnos al mismo tiempo su fugacidad, esa paradoja en la que vivimos, como el torero nos muestra en una buena faena, que lo hermosa que es la vida depende en gran parte de su precariedad, de ese pequeño tránsito en que ella puede desaparecer tragada por la muerte. Por eso, ningún otro espectáculo como la fiesta representa con más belleza y agonía que los toros la condición humana.
¿Es esta la razón porque la presencia taurina es visible en tantas manifestaciones artísticas y literarias? Sin duda. Y también, porque ella ha sido capaz de llegar a seducir a vastos públicos de otros orígenes, como es el caso, en el Perú, de la población campesina. Los toros están enraizados en casi todos los sectores sociales, pero, sobre todo, han calado en los sectores indígenas, donde difícilmente se puede concebir una fiesta patronal en una comunidad sin una corrida de toros. Y, por eso, las plazas de toros más antiguas de América del Sur están en los pueblos de Cajamarca, el departamento más taurino del Perú, según el crítico del diario El Comercio, Gómez-Debarbieri, que ha desempeñado una magnífica labor en la defensa de la tauromaquia en nuestro país. Y él ha reseñado, por ejemplo, no hace mucho, las corridas en las ferias populares de Chota y Cutervo, donde, en los últimos tiempos, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, que se llevaban a cabo con toreros de segundo nivel o aficionados, ahora cuentan con espadas de primera línea, como Andrés Roca Rey y Joaquín Galdós, además de toreros españoles de categoría. Me parece una idea magnífica que ambas aficiones, la campesina y la urbana, se unifiquen y dejen de lado su ignorancia recíproca, como ocurría hasta hace poco. Yo recuerdo haber leído en mi adolescencia Yawar Fiesta, de José María Arguedas, y haberme sorprendido mucho de que aquella corrida, en torno a la cual gira la novela, sucediera en la sierra. Hasta entonces ignoraba que los toros eran un ingrediente central de las celebraciones populares en los Andes.
La campaña contra la fiesta de los toros no va a prosperar, pese al empeño que han puesto en ello los fanáticos ‘animalistas’. Francia fue el primer país que declaró la tauromaquia un bien cultural nacional y ahora España ha blindado también las corridas contra sus adversarios. En América Latina, pese a las primeras victorias que obtuvieron los enemigos de las corridas sorprendiendo a los tribunales, ahora se va retrocediendo, aunque las victorias judiciales, como en Ecuador, lo sean solo a medias. Pues, en este país donde había ferias taurinas célebres, ahora, como en Portugal, se ha optado por una fiesta coja y manca, pues se prohíbe matar a los toros. Pero en Bogotá se ha ganado la partida en toda la línea y ojalá que sea por mucho tiempo.
Porque, detrás de la prohibición de las corridas, hay algo mucho más grave y siniestro que aquella compasión por los animales que es el pretexto que utilizan los antitaurinos para combatir las corridas. Es la falta de respeto para no decir el desprecio por la libertad, la misma cerrazón mental que llevó a los inquisidores a prohibir las novelas durante los tres siglos coloniales en América Hispana con el pretexto de no llenar la cabeza de los indígenas con patrañas, el origen de todas las censuras que persiguen domesticar el pensamiento y la libre elección de los ciudadanos. Por eso, el fallo de los jueces del Tribunal Constitucional del Perú hay que celebrarlo no como un episodio local, sino como una victoria de la democracia y de la libertad contra sus tradicionales enemigos.