En la imaginación de los estadounidenses, el ciudadano Richard Jewell, acusado de ser autor de un atentado con bomba en el Centennial Park de Atlanta, durante los Juegos Olímpicos de 1996, era una suerte de “muñeco desafortunado, un inadaptado, un Forrest Gump”, según lo describió la periodista Marie Brenner de la revista Vanity Fair, en una crónica sobre su caso.
Jewell, nacido en Virginia en 1962, trabajaba como agente de seguridad en el parque citado. Allí se realizaban conciertos y actividades paralelas a los JJOO. El 27 de julio vio un paquete sospechoso debajo de una banca –se trataba de una mochila militar– y alertó a la Policía. Se acordonó el lugar y alejó de allí a gran cantidad de personas.
Era una bomba que explotó minutos después, causando la muerte de dos personas. Jewell, que ganó valiosos minutos al avisar a la Policía y evitó muchas muertes más, fue considerado un héroe inmediato. Pero, con el paso de las horas, la situación cambió: el FBI empezó a considerarlo el principal sospechoso del atentado. ¿Por qué? Había episodios oscuros en el pasado de Jewell.
Había trabajado como ayudante del sheriff del condado de Habersham, en Georgia, y había cometido excesos vinculados a su exacerbado sentido de la seguridad: detenía sin motivo autos en la carretera o realizaba detalladísimos informes de casos sin importancia.
En otro empleo, como guardia de un condominio de viviendas, ingresó sin permiso a una de ellas para averiguar por qué los dueños hacían ruido. Se sentía y se comportaba como un policía, pero no lo era. Su sobrepeso se lo impidió. Cuando trabajó en el campus de Piedmon College, quiso arrestar a un estudiante por consumir marihuana y ejerció abuso de autoridad sobre otros. Fue el director de esta escuela la primera persona que llamó al FBI para dar cuenta de esos hechos, cuando aún se le creía un héroe.
La investigación
En los días posteriores a su heroico acto, Richard Jewell concedió una docena de entrevistas a distintos medios. Eso contribuyó a que el FBI pensara que estaba buscando notoriedad. Entonces Jewell tenía 33 años, vivía con su madre, Bobi, y tenía un arsenal de armas en casa. Por esas características, los detectives lo perfilaron como un posible “terrorista solitario” que plantó la bomba para llevarse el crédito de encontrarla.
Era paradójico: Jewell era el típico norteamericano blanco, respetuoso de la ley, la autoridad y el orden, amante de las armas y muy patriota. De esos que sentían que debían proteger a los demás y servir a su país. A ese ciudadano, el FBI lo investigó como el principal sospechoso del atentado.
La pesquisa tomó varios meses y al final no pudo probar nada. Un personaje importante en esta etapa fue el abogado Watson Bryant, que asumió su defensa. Conocía a Richard desde una década atrás. Él evitó que Jewell, que era bastante sumiso con los policías que lo investigaban, fuera inducido a aceptar alguna responsabilidad.
Una carta enviada por el fiscal investigador del caso, Kent Alexander, a los abogados del investigado culminó con el proceso. “En base a la evidencia desarrollada hasta la fecha... Richard Jewell no es considerado un objetivo del gobierno federal”, decía. Caso cerrado.
A ese héroe inusual, fallecido el 2007, Clint Eastwood le ha dedicado su más reciente película: El caso de Richard Jewell. Ahí cuenta cómo ese hombre enfrenta al Gobierno y a los grandes medios y sale victorioso. Para Eastwood, Jewell, a quien periodistas y policías trataron de forma muy condescendiente, merecía ser reivindicado. “Que esta película sirva para despejar toda duda alrededor de su nombre”, ha dicho. (R. M.)