
Octubre es quizá el mes más instaurado en el imaginario peruano. No importa si las circunstancias son favorables o no, durante esos días se potencian la fe y la esperanza en El Señor de los Milagros, en lo que ya es una dependencia visceralmente emocional que sobrepasa cualquier entendimiento, porque de eso se trata, aferrarse a la posibilidad imposible del suceso capaz de cambiar la realidad inmediata (por ejemplo: la mediocridad del gobierno de Dina Boluarte y la inseguridad, y los derivados de los mismos) tanto del creyente como de aquel que no lo es. La radiación del Señor de los Milagros no conoce frontera, lo ha absorbido todo hasta patentar su marca de agua desde 1867. Lo vimos, una vez más, el pasado sábado 4 de octubre.
De las figuras religiosas del Perú, la del Señor de los Milagros es la que establece un mayor contacto con los ciudadanos a cuenta de su carácter “caminante”, con el que ha edificado su tradición, al centímetro, por las emblemáticas calles del centro de Lima, imponiendo con los años el espectáculo de la multitud, que paciente y fervorosa, la acompaña en cada una de sus salidas durante el mes de octubre
Este carácter “caminante” no ha pasado desapercibido para los escritores y artistas peruanos, muchos menos su espíritu aglomerativo, que ha enriquecido algunas páginas de Tradiciones Peruanas, obra maestra de Ricardo Palma, al que ya se le debería considerar como el mayor escritor latinoamericano del siglo XIX. Es precisamente en la literatura en donde más se ha intentado explorar la dimensión antropológica, social e histórica del Señor de los Milagros. Si en Palma su representación estaba pautada por la descripción y la ironía; en la literatura peruana del siglo XX, su intervención se proyecta hacia el impacto que genera, especialmente, en el individuo.
La novela En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso podría ser el primer acercamiento bibliográfico sobre esta efigie religiosa al adolescente/joven culto (o curioso), con ganas de leer. La novela, que en este 2025 cumple 50 años, no va sobre este símbolo de fe, sino que obedece a una de las mayores obsesiones de Reynoso: la desigualdad social. En este sentido, Reynoso leyó la realidad peruana mejor que muchos expertos sociales. Con este trabajo, Reynoso reflejó a la sociedad de su tiempo (años 60) exponiendo su arribismo, las desviaciones sexuales de sus moralistas y la doble moral de la sociedad limeña en conjunto. Es una novela irregular, pero con mucha intensidad en su carácter de denuncia.
Siguiendo la línea de Palma, pero con obvios y distintos matices, cuatro muy buenas novelas en las que El Señor de los Milagros está presente, pero sin ser del todo protagonista: La Perricholi (1936) de Luis Alberto Sánchez, título que habría que rescatar en una edición masiva; La Perricholi. Reina de Lima (2019) de Alonso Cueto, Primera muerte de María (1988/2014) de Jorge Eduardo Eielson y Malambo (2000/2022) de Lucía Charún Illescas. Las dos primeras, son historias noveladas sobre la vida de Micaela Villegas; la tercera contiene referencias a la festividad religiosa, pero bajo el aura del sexo y el erotismo; mientras que la de Charún-Illescas es un retrato histórico y coral de la comunidad afroperuana durante la colonia. Los lazos con El Señor de los Milagros se hacen muy evidentes en la parte final del proyecto, relacionado con la leyenda de cómo fue que se pintó la imagen en 1651.
Sin embargo, en las distancias cortas, en la dictadura de la relojería del cuento, es donde se ha abordado con mayor claridad el espectro del Cristo Moreno. Al respecto, cuatro cuentos: “Octubre” de Antonio Gálvez Ronceros, “Oro de Pachacámac” de Luis Enrique Tord, “Sahumerio” de Luis Fernando Vidal y “Terra Incognita” de Julio Ramón Ribeyro. Estilos y temáticas claramente diferentes, pero con el pulso firme al momento de deconstruir la efigie desde su contexto de época (Tord, Vidal), desde la picardía (Gálvez Ronceros) y desde el fuego del detalle (Ribeyro).
La riqueza cultural de El Señor de los Milagros es inagotable gracias al fervor popular. En realidad, todas las manifestaciones artísticas parten de ese fervor que, como tal, es un disparador de imágenes, especulaciones, sabores, placeres y sonidos. Los escritores peruanos no han sido ajenos a su abierta seducción.

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