Theodoros (Impedimenta), la nueva novela del autor rumano Mircea Cărtărescu, viene suscitando un legítimo furor en los lectores literarios hispanoamericanos. Su traducción al castellano y una bien pensada estrategia de difusión —el público objetivo está muy bien definido: el lector culto—, hacen de esta publicación la verdadera novedad editorial de la temporada. Celebramos que sea así, este autor está a años de luz de ser un paquete editorial. Para quienes venimos leyendo a Cărtărescu, cada libro suyo es un regreso/reencuentro con la experiencia de la lectura. Tradición centroeuropea, alta cultura, una visión aterrizada y lúdica de la vida, pero sobre todo estilo: una narración poética.
Hay quienes, se entiende, ya están abocados a devorar esta última novela de dimensiones totalitarias, según las notas críticas y las entrevistas, pero otros, preferimos ir despacio, esperar a que llegue el momento no dependiente de los sonidos del lanzamiento e ingresar a la poética de Cărtărescu. Los libros no se agotan, no tienen caducidad.
Este es un escritor al que se entra sin ninguna clase de presión.
Pues bien. Los inicios del rumano se dieron en el campo de la poesía, en donde llegó a destacar y ser considerado uno de los más sólidos poetas contemporáneos de su país. Pero en 1993, publica el volumen de relatos Nostalgia y el entusiasmo se expandió entre los lectores literarios rumanos. De esta manera, fue ramificándose la emoción, la sana recomendación haciendo su trabajo y las traducciones como consecuencia de la misma. Este libro apareció, traducido al castellano, en el año 2013 y, lo recuerdo muy bien, resultó ser un boom en el que confluían el favor del lector y la valoración crítica. La literatura del rumano había encontrado cómplices en Hispanoamericana.
Títulos como Las bellas extranjeras, Solenoide, la trilogía Cegador, por ejemplo, no solo dan cuenta del poder de un estilo plástico (lo real y lo fantástico se fusionan en una sola corriente), sino también del poder de la memoria, espacio existencial desde el que salen disparados sus tópicos.
Así como El Palacio de la Luna es mi novela favorita de Paul Auster, El ojo castaño de nuestro amor (2016) es el libro de Cărtărescu que frecuento más. Memoria, escritura y poesía, así.
Veamos:
El ojo castaño de nuestro amor pertenece a la tradición de los retazos. Esta tradición no está conformada por textos que obedecen a un plan de trabajo, como lo podemos ver en procesos de novelas, cuentarios, poemarios y ensayos orgánicos. Por el contrario, su existencia es consecuencia de la intermitencia y, cómo no, también de la necesidad alimentaria. Pensemos en los textos a pedido para diarios, revistas y conferencias.
Cărtărescu reúne en El ojo castaño de nuestro amor artículos y ensayos con los que manifiesta su visión de la vida, signada por la adicción a la lectura y la actitud contemplativa, pero principalmente ofrece su testimonio sincero del sendero que siguió para ser el escritor que quiso ser, superando las adversidades de un contexto político que le ofrecía todo menos la posibilidad de desarrollarse artísticamente. Contra lo que pudiera pensarse de un hombre que creció bajo la dictadura militar de Nicolae Ceaucescu, en estas páginas no hallamos regueros lastimeros ni quejosos, menos acalorados ajustes de cuentas.
Este proyecto se fue armando mientras Cărtărescu comenzaba a gozar de reconocimiento como autor de ficción. He ahí una de las razones por las que quizá el (justificado) resentimiento haya quedado reprimido. Sea como fuere, el resultado no pudo ser mejor, ya que en este repaso entre vida y la construcción de una obra, somos partícipes de cómo ambas se han alimentado de la poesía (“El gato muerto de la poesía de hoy”).
En cada uno de los veinte apartados, asistimos a un febril ejercicio de memoria. Cărtărescu nos habla de sus primeras lecturas y de la forma en que ese hábito lo rescató de la desalentadora realidad en la que estaba inmerso (“Mi Bucarest”, “Los años robados”, “Mi primer vaquero”), encontrando en el hechizo de la sinfonía de las palabras el medio no para entender el mundo, sino para cuestionarlo y hallarse en él.
Cuando el rumano pasó de la poesía a la prosa, supo que la belleza verbal le resultaría insuficiente para lo que buscaba transmitir, es por ello que barnizó sus columnas con el trauma a canibalizar: el de su hermano gemelo fallecido en penosas circunstancias, desgracia que relata en el texto homónimo de la publicación.
Es cierto que nos enfrentamos a un proyecto que cumple la función de un recuento vital, pero es también un mural sensorial que firma una dura sentencia: la “escritura bonita” resulta inútil si es ajena a la fisura emocional (humanidad, a secas), que arroja un pueril entendimiento de la literatura como si esta fuera una práctica compensativa, destino al que arriban forzados “estilistas” que no tienen mucho que decir.
Los lectores literarios están de fiesta. Cómo no.

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