Hace unos días comentaba lo mucho que puede alegrar a un lector el sorprenderse al entrar a una librería. No es sencillo cuando el mercado de libros es bastante homogéneo y rara vez uno se encuentra con algo que no tenga mapeado. Son, más bien, los libreros de viejo los que tienen ese atractivo, esa capacidad de ofrecer joyitas existentes producto de una curaduría muy personal, la de otro gran lector. Nuestra ciudad ya no ofrece mucho de estos. Se van reduciendo, y la mayoría se concentran en Amazonas o en el cada vez menos vasto jirón Quilca. El quiosco de Daniel y Pepe era uno de esos lugares que sobrevivían —contra viento y marea— por su compromiso con los lectores universitarios que aprovechaban los minutos de espera en el paradero para revisar su quiosco azul y encontrarse con una selección muy cuidada, a precios solidarios con la billetera del estudiante. No solo nos abastecieron de lecturas a quienes como quien escribe estudiamos en la Católica, sino que se ofrecieron a vender los libros que algunos aventureros estudiantes nos animamos a publicar prematuramente. Tal fue el caso de mi primer libro de cuentos...
Pero pareciese que nuestra ciudad crece con los años en su desprecio hacia el libro o el librero independiente. No me cabe duda de que el librero de viejo que se mantiene vendiendo —acaso el librero en general— apuesta por este método de subsistencia sabiendo de antemano que no es rentable, mucho menos enriquecedor, monetariamente. Por el contrario, sospecho que, en el fondo, el librero apuesta por el bien común y por alimentar su propio placer de lector y compartirlo. Se trata de un amor al libro, a la cultura, a la educación. No es un negocio, sin embargo, sí depende de ciertas ventas, pues algo de dinero necesita para al menos no generar egresos (o no tantos) o, mínimamente, requiere de emocionados lectores que alimenten sus ganas de mantener su compromiso con una causa que cada vez más parece perdida.
Lamentablemente, este fue el caso del quiosco de Daniel. Mi última visita al campus hace algunos meses me confirmó que desde la pandemia la universidad ya no era la misma que conocí. Al revisar los anaqueles del quiosco, Daniel me dijo que ya no deje más libros de cuentos, pues pronto cerrarían por falta de lectores. Hoy, dicho destino se cumplió. El librero querido de la Av. Universitaria cierra. No solo por falta de lectores que compren, sino por la terrible noticia de la partida de Pepe del mundo terrenal. Todos quienes visitamos el quiosco estaremos siempre agradecidos con Pepe como con Daniel, a quien abrazamos en su dolor por esta fatídica noticia. Estoy seguro de que ambos hermanos vivirán siempre en la memoria de quienes nos ganamos con su excepcional curaduría. Dejo aquí testimonio de algunos de ellos.
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Muchos de los que compran libros y frecuentan las librerías de Lima compran sabiendo qué van a comprar. El quiosco de Daniel me enseñó algo distinto a lo que una librería suele acostumbrar. Me enseñó a buscar sin pensar qué iba a terminar comprando. En verdad, ¿vale tanto la pena ahorrarse el tiempo de estar veinte minutos en un quiosco que no tenga los libros clasificados, ordenados por temas, entrando a una página web que resuelva esa búsqueda en un click? A veces no, y el quiosco de Daniel es quizá el mejor ejemplo en donde buscar vale la pena.
Daniel tiene un buen ojo para saber qué están buscando los estudiantes de la PUCP. Por eso, que el libro que te interesa esté esperándote sin que tú lo sepas antes de ir es aquello que hace fantástico a este quiosco. El que va ahí y encuentra algo que le interesa siente un placer que una librería nunca podría haberle dado: ese quiosco hace que los libros se manifiesten como sorpresas, inesperadas para quien los busca.
Siempre con precios cómodos para los estudiantes, el quiosco de Daniel no solo me permitió armar mi biblioteca a lo largo todos estos años, sino que hizo que “la novedad se introduzca en mi billetera”, a veces contraria a mi esfuerzo por ahorrar un poco, en un gasto que no era fruto de la planificación, sino del placer de buscar por buscar. Quienes defendemos los libros no sólo deberíamos defender que existan más librerías en el país, sino que existan pequeños puestos como este. ¡Gracias por todo, Daniel!
Daniel forma parte de mi vida estudiantil y académica. Alguna vez he visto algún libro mío en los estantes de su puesto fuera de la PUCP y he sentido una mezcla de orgullo y timidez. Lamentablemente, desde que tomo taxi, no he pasado por su puesto, pero lo conozco hace mucho como tantos profes y alumnxs de la PUCP. He visto cómo ha sobrevivido a diversas crisis porque el mercado de los libros de segunda mano ha ido decayendo o siendo sustituido por libros para colegios en los últimos diez años. A veces, también, ha tenido que cerrar porque los permisos para tener un puesto cambian dependiendo del gusto de los alcaldes, pero él persiste y sigue allí. Hay días en que una tiene suerte de pasar por su puesto a ese día y a esa hora y encontrarse con una joya: una primera edición de Eguren o Belli o el Ferdydurke, y otras dice que solo hay “hueso”.
Su puesto tiene ahora libros de todo precio porque sabe que lxs alumnxs ya no compran como antes. Ahora tienen más acceso a libros, pero lxs compradores compulsivos siempre aparecen para observar qué ha traído o solo para saludarlo, para conversar con él. Eso, sobre todo, para conversar, porque así son los libreros de segunda, conversadores y grandes caminantes. Conocen lugares difíciles de Lima y han entrado a casas y visto colecciones que herederos ya no admiran. Viven el día a día. Daniel es parte de nuestra historia de lectorxs y escritorxs en la PUCP. Siempre me llamó la atención que la ecología de las afueras de la U sean chifas, bares, vendedores de caramelos, y Daniel y su hermano, siempre.
Casi todos los días al salir de clases era ritual: ir al quiosco de Daniel y Pepe a ver qué joyas traían (a precio de estudiante). No era raro encontrarse algún amigo, o hacer nuevos. Siempre había algún hallazgo sorprendente. Normalmente compraba libros que no necesitaba, pero que fueron los más importantes.
Daniel sólo aceptaba pago en efectivo, no confiaba en lo digital, sí en su radio a pilas. Parecía mantener algo de otro tiempo, como todo viejo librero. Alguna vez me habló de los tipos de compradores: “Hay algunos que son compulsivos”. Creo que me sentí interpelado, pero no arrepentido. Agradezco por cada libro que seleccionaron cuidadosamente y por todos los años de diálogo en ese espacio que se sentía propio.
Una compañía silenciosa. No recuerdo cuál fue el primer libro que compré en el quiosco de Daniel y Pepe. Lo que sí viene a mi memoria es la sorpresa del primer encuentro: caminar al paradero fuera de la universidad y ver, junto a los quioscos de alimentos, uno que satisfacía mi necesidad básica de lectura. Salir de la universidad —al inicio, como estudiante, luego, trabajando allí— tomó muchas veces ese matiz de estar cerca a un descubrimiento: qué libro, qué autores, qué novedades encontraría en el quiosco. Daniel y Pepe, siempre atentos, respetando el ritual del lector de revisar los libros antes de decidirse. Daniel y Pepe, conocedores, comentando algo de los libros, para animar la curiosidad lectora. En ese quiosco descubrí a Imre Kertesz, Kenzaburo Oe y poesía, mucha poesía, que afortunadamente me acompaña hasta ahora.
El quiosco librero de Daniel y de Pepe es un espacio de encuentro, de diálogo, de descubrimiento. Una excusa para salir de clases, para entrar en ellas, para seguirlas. “La mayoría de mi biblioteca la compré ahí”, me confiesa Víctor Vich. Y caigo en cuenta de que yo también. Los primeros libros que compré. Y también los primeros libros que vendí. Que vendimos, en realidad, porque en ese espacio todo siempre ha sido colectivo.
Hoy, con Gonzalo, pasamos a visitar a Daniel y nos dijo que atendería hasta el viernes. Al menos por este año. A partir de la pandemia, se ha hecho más difícil vender libros. Él mantiene, sin embargo, varias joyas a excelentes precios. Sería lindo si pueden darse una vuelta para seguir con el encuentro, con el diálogo, con el descubrimiento. Para dar las gracias.