Por: Rosella Di Paolo
El Eguren que no es, de Jorge Díaz Herrera (Ed. UPAGU), no solo contiene la explicación de un título tan provocador, también reflexiones del autor sobre la escritura poética y sobre el modo de acercarnos a ella. Asimismo, entre estas páginas hay una entretenida crónica de Freddy Bravo Espinoza sobre los carnavales barranquinos de principios del siglo pasado, cuyos corsos y personajes grotescos José María Eguren llevó a varias de sus composiciones.
Tan variada como las piezas de este libro es la vocación literaria de Díaz Herrera, que le ha dado premios y reconocimientos.
En el ensayo, el pariente más cercano de El Eguren que no es, fue un libro publicado hace diez años: El placer de leer a Vallejo en zapatillas, en el que con una mirada fresca y desprejuiciada Díaz Herrera demuestra que no todo en los poemas de César Vallejo es severidad y dolor, también hay guiños traviesos, ironías.
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Contra la imagen de un poeta que se disuelve en el aire de puro azul o camina sonámbulo en la vida de todos, Díaz Herrera rescata a un artista muy al tanto de la poesía de su tiempo y de tiempos pasados, de lo que ocurre en el Perú tras la guerra con Chile y la retahíla de gobiernos elegidos y de facto con sus fanfarrias o irresponsabilidades sociales.
Amigo de Chocano, a él le mostró sus primeros versos, y, aunque su visión poética se hallaba en la esquina opuesta, fue uno de los que firmó para que le otorgaran la corona de laurel, incluso le dedicó un poema.
Tan ausente de las cosas no andaba Eguren. Por ejemplo, como bien anota Díaz Herrera, la dureza de las vidas de los mineros se encarna en la imagen de “Pedro de Acero”: Pica, pica/la metálica peña/Pedro de Acero./En la sima/de la oscurosa guerra,/ del mundo ciego.
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En “Hesperia”, como los romanos llamaban a España, desmitifica al país que nos legó abadías lúgubres y una religión a punta de violencia (“con las cruces azules/ y pensamientos rojos”).
Satiriza el servilismo hacia figuras políticas y los modos ridículos de las clases altas: “Los magnates postradores,/ aduladores/ al suelo el penacho inclinan”.
En “Blasón” el Duque de los halcones viola a una joven núbil y en “Los Gigantones” vemos a estos poderosos encendiendo “rojas fogatas”, cantando de manera salvaje en bacanales donde, ya beodos, ponen en peligro a “la blonda/ niña celeste”.
Muchos lectores creían estar ante una poesía infantil desligada del mundo real. Sin embargo, cuánta amargura y rechazo se ocultan tras los mundos feéricos. Y hasta en inocentes juegos populares, como el manteo del pobre Pelele que, en el poema de Eguren, acaba con su muerte.
La muerte está presente en casi todas sus composiciones. Muertes de niñas, de muñecas, de árboles, de habitaciones o torres, y si no, batallas interminables… el centinela de fuego luchando contra la sombra; o halcones persiguiendo a doncellas; o Paquita comiéndose al duque Nuez camino a su boda; o “Los reyes rojos”, figuras misteriosas que combaten desde la aurora.
Como sostiene Díaz Herrera, nos hallamos más veces ante paisajes nocturnos, tenebrosos, de locura o de muerte. Personajes pesadillescos: figurones de carnaval con jorobas, o largas narices rojas, “cretinos ancianos”, “un caballo muerto/ en antigua batalla”, “gigantones de las montañas”, “primas beodas”, “novias cojas”, niñas ahogadas…
Personajes trayendo dolor y destrucción. Creo que uno de los poemas emblemáticos en esto es “El andarín de la noche”, ser fatídico. A su paso caen torres, los perros buscan a los muertos en los caminos…
Me queda re sonando aquello de: “nadie recuerda/ al andarín”… y me pregunto: ¿nadie recuerda? Al parecer, quien mejor recuerda a este personaje terrible, y a muchos otros parecidos a él, es el propio Eguren, tal como queda planteado en varios estudios y en este libro personal, agudo y refrescante de Jorge Díaz Herrera.