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Domingo

Cuidemos los tratados que nos unen

“Tras ese segundo traspié, a Morales no le quedó otra que seguir agitando en Puno, a favor de la crítica situación social y política que siguiera al frustrado autogolpe de Castillo”.

Tras ese segundo traspié, a Morales no le quedó otra que seguir agitando en Puno, a favor de la crítica situación social y política que siguiera al frustrado autogolpe de Castillo.  Foto: composición LR
Tras ese segundo traspié, a Morales no le quedó otra que seguir agitando en Puno, a favor de la crítica situación social y política que siguiera al frustrado autogolpe de Castillo. Foto: composición LR

Buscando un papel equis saltó desde mi archivo un texto del año 2006, titulado “Bases en Bolivia permitirían desestabilizar el sur del Perú”. Lo recuperé al toque, pues me hizo sentido de actualidad. Pensé en Evo Morales agitando el cotarro en Puno y declarado persona non grata por los peruanos.

Ese texto contenía una entrevista a Alberto Bolívar, geopolítico peruano, quien advertía sobre el establecimiento de puestos militares bolivianos en territorio fronterizo con el Perú, con ayuda del gobierno de Venezuela. Sospechaba el entrevistado que era un paso previo para la presencia de agentes de inteligencia militar venezolana y cubana, que podrían agitar el clima político en el sur peruano. El triángulo boliviano Santa Cruz, Sucre, Cochabamba -en cuanto clave para comunicarse con la Amazonía, El Plata y El Pacífico- sería un objetivo de tránsito. Hugo Chávez, imitando al Fidel Castro de los años 60, vinculaba la calidad de su liderazgo con la cantidad de intervenciones en soberanía ajena que podía permitirse.

En resumen, para el entrevistado esas bases bolivianas eran una especie de vanguardia bolivariana de Chávez. Presuntamente, éste buscaría avanzar desde aquel triángulo boliviano al Perú, valioso por su posición geográfica central y por la posibilidad de inflamar cuestiones étnico-culturales: “recordemos que hay aymaras en el Perú, en Bolivia, en el norte de Chile y de Argentina”.

Bingo. Antes de llegar a ese párrafo, lo que me parecía clásica conjetura de geopolíticos imaginativos mutó en reciente coyuntura.

Dividir para Morales

Al parecer, la presunta idea del finado Chávez había pasado a Evo Morales (digamos, a sus asesores) quien la había incluido en su estrategia de aproximación indirecta al Océano Pacífico, con la etnia aymara como pivote.

En efecto, tras fracasar su esperanza de dividir Chile en once naciones, mediante una constitución refundacional, el líder boliviano se volcó hacia la secesión del sur peruano, con base en su proyecto América Latina plurinacional o Runasur. Lo proclamaría desde el Cusco, con gran ceremonia, ante representantes de distintos pueblos originarios y con la anuencia de Pedro Castillo.

Como se sabe, aquí también fracasó, esta vez por denuncia de avezados diplomáticos peruanos. Para estos, lo que pretendía Morales era instalar una franja aymara soberana entre el Perú y Chile… para luego endosarla a Bolivia. Tácitamente, ello le permitiría volver al poder en gloria y majestad desplazando a su hermano presidente Luis Arce.

Tras ese segundo traspié, a Morales no le quedó otra que seguir agitando en Puno, a favor de la crítica situación social y política que siguiera al frustrado autogolpe de Castillo.

Dos tratados en la mira

Yo entiendo que la diplomacia no comunique todas las amenazas que conoce o sospecha. También entiendo que ni siquiera las perciba. Quizás por eso, aquí en mi sur ni cuenta nos dimos de que Runasur era la rueda de repuesto de la frustrada injerencia de Morales. Tampoco percibimos que tanto Runasur como la pretendida plurinacionalización de Chile tenían como fuente “jurídica” el artículo 268 de la Constitución “evista” de 2009. Lo transcribo: “El Estado boliviano declara su derecho irrenunciable e imprescriptible sobre el territorio que le dé acceso al Océano Pacífico y su espacio marítimo”.

Leímos ese texto como si sólo fuera un desconocimiento unilateral y superlativo del tratado con Bolivia de 1904 (antes Morales había dicho que era un “tratado muerto”). No reparamos en que omitía la clásica palabra “recuperación” y tampoco en que la frase “territorio que le de acceso al océano” no tiene coordenadas que lo identifiquen.

Entonces, ¿a qué territorio concreto se refería?

Ahora está claro que esa indeterminación era un modo oblicuo de decir que podía comprender tanto territorio chileno como peruano. Un descubrimiento que debió ser una evidencia, si hubiéramos recordado que Arica siempre fue el puerto de salida al mar ambicionado por los primeros bolivianos.

Así analizado, el artículo 268 postulaba no sólo el desconocimiento del tratado de 1904. Además, contenía una justificación para interrumpir la contigüidad geográfica entre el Perú y Chile. Es decir, para dejar sin efecto el tratado peruano-chileno de 1929. El mismo que tanto tiempo, energías y talento diplomático demandara, bajo la conducción patriótica de los presidentes Augusto Leguía y Carlos Ibáñez.

 "Ese texto contenía una entrevista a Alberto Bolívar, geopolítico peruano, quien advertía sobre el establecimiento de puestos militares bolivianos en territorio fronterizo con el Perú, con ayuda del gobierno de Venezuela". Foto: archivo LR

"Ese texto contenía una entrevista a Alberto Bolívar, geopolítico peruano, quien advertía sobre el establecimiento de puestos militares bolivianos en territorio fronterizo con el Perú, con ayuda del gobierno de Venezuela". Foto: archivo LR

Opción de amistad

Cabe agregar que esta última experiencia es una gran señal para cuidar los tratados de límites, que suelen denominarse “de amistad”. Esto implica, en el caso expuesto, que la realidad de ese cuidado es trilateral y que no cabe identificar la sensatez de los demócratas bolivianos con el aventurerismo de Morales. De hecho, el fingido bilateralismo ha sido la coartada de todas sus injerencias políticas en el Perú y Chile, en pos de la conquista y mantención vitalicia de su poder político en Bolivia.

En relación con lo dicho, el sabio diplomático peruano Juan Miguel Bákula solía decir que el tratado chileno-peruano de 1929 sólo fue “una opción de paz”. Era su queja por no haberlo cuidado como debíamos. Por no haberlo convertido en una base potente para nuestro desarrollo conjunto. Valga esta cita suya, de 1994, para entenderlo a cabalidad: “Ni con el Ecuador ni con Colombia ni con Bolivia tenemos el conjunto, la profundidad y la consistencia de las relaciones humanas, sociales y económicas que tenemos con Chile”.

Con la esperanza de que esto se asuma en los altos niveles políticos, advierto que se acerca el centenario del tratado chileno-peruano de 1929. Ese que, según el expresidente boliviano Daniel Salamanca, puso un candado al mar para Bolivia, cuya llave entregó al Perú.

Es una buena ocasión para festejarlo porque, aun cuando tuvo detractores nacionalistas en ambos países, fue una verdadera joya del arte diplomático. Baste recordar que, además de la valentía de los presidentes mencionados y la sabiduría de sus cancilleres, fueron pivotes de ese empeño las Armadas del Perú y Chile. Ambas instituciones unidas por el culto a sus héroes Miguel Grau y Arturo Prat.

Solidarias en el honor y el respeto compartidos.

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