Apuntes para una teoría del estallido
La apariencia de espontaneidad es una similitud grande en el cargamontón de “estallidos” que vive América del Sur.
La primera impresión, sobre todo para los observadores extrarregionales, es que son erupciones nacionales de rebeldía con causa. Reflejarían el justo sentir de mayorías afectadas por la mala calidad de sus vidas (léase salarios, pensiones y salud deficitaria, delincuencia imparable o educación discriminada). La iracundia implicaría desde protestar por las alzas de precios hasta exigir la renuncia de presidentes en ejercicio, pasando por evadir el pago en el transporte público, “funar” a distintas categorías de privilegiados y denunciar fraude en las elecciones.
A nivel nacional, esa rebeldía se comprende, se explica y hasta justifica. Pero la primera sospecha del ciudadano tranquilo surge cuando los espontáneos se institucionalizan como “el pueblo”, “la calle” o “la gente”. Esto es, cuando sin mediación de formalidades, una muchedumbre de coyuntura se autoidentifica como representativa de decenas de millones de habitantes permanentes. Una segunda sospecha, relacionada, se produce cuando esa multitud emite consignas políticas homologables, enfrenta la fuerza legítima del Estado y ampara acciones protovandálicas o vandálicas de frentón.
A esa altura, las democracias debilitadas suelen llegar a un punto crítico, mientras el sistema mediático continúa clavado en las apariencias. Demasiados comunicadores siguen aludiendo a manifestantes pacíficos desbordados por “infiltrados” o “vándalos” anónimos, que son maltratados por la Policía, la cual casi nunca tiene buena prensa.
Con ese estímulo a sus espaldas, la muchedumbre que protesta muta en cobertura humana de minorías que incendian iglesias, edificios representativos, estaciones del metro, juzgados, bloquean carreteras y asaltan aeropuertos. Es una escalada que deja en claro un objetivo estratégico no formulado: la ruptura de la continuidad institucional.
En ese clímax, que se identifica con llamados a “refundar” nuestros países, el enfrentamiento de la violencia de “la calle” con la contraviolencia de la fuerza legítima del Estado produce víctimas y muere gente.
Situación revolucionaria
Solo a partir de este momento dramático, los analistas ecuánimes comienzan a reconocer que había método en el espontaneísmo. Algunos redescubren que las revoluciones nacen de un núcleo ideológico minoritario y que su base teórica contiene una tesis más vieja que el hilo negro: la violencia es la partera de la historia, según metáfora de Marx.
En ese contexto se desempolvan libros y se verifica que la paradigmática revolución soviética tuvo como base orgánica a los bolcheviques, un grupo minoritario del marxismo ruso y como teórico supremo a Lenin. El mismo que, en 1915, conceptualizó la “situación revolucionaria” como detonante para la caída del imperio zarista.
¿En qué consistía esa situación?
Sinópticamente, tenía tres fases 1) La imposibilidad para quienes gobiernan de mantener su modo de control sobre la sociedad. “Que los de arriba no puedan vivir como hasta entonces”. 2) La agravación del malestar de los administrados. “Que los de abajo no quieran vivir como antes. 3) “La intensificación de la actividad de las masas, que en tiempos pacíficos se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son empujadas a una acción histórica independiente”.
La intromisión existe
Lo paradójico, dada la implosión de la Unión Soviética y la obsolescencia de su teoría, es que hoy asistimos a la recreación de las tesis de Lenin, pero con tres “herejías manifiestas”: 1) las revoluciones que se proyectan no tienen una teoría conocida que sirva como “guía para la acción”, 2) no hay organización nacional responsable de la hiperactividad de las masas y 3) los promotores de la “acción histórica” pueden estar fuera del Estado amagado y en situaciones de poder.
Lo dicho hace que, a diferencia de la “acción histórica independiente” que postulaba Lenin, lo que estamos viendo es, más bien, una secuencia de presuntas situaciones revolucionarias, inspiradas en experiencias pretéritas e interdependientes. Concretamente, en las de Fidel Castro, en Cuba, de Hugo Chávez, en Venezuela y de Evo Morales, en Bolivia.
Esto no es suspicacia sino verificación ya expuesta en esta columna. Cualquier estudioso sabe cuánto influyó Castro en Chávez y ambos en Morales. Y cualquier observador atento de nuestra coyuntura, sabe que Morales estuvo hiperactivo en el rechazado proyecto refundacional y plurinacional de Chile y hoy lo está en la crisis que está asolando al Perú. El guion es casi el mismo.
Digresión suspensiva: mientras escribo estas líneas, Jaime Pomareda, embajador del Perú en Chile, reconoce que el mencionado líder boliviano tiene prohibido el ingreso a su país, pues “ha realizado inaceptables actividades de promoción de levantamiento beligerante y secesión”. Este es otro macrotema que merece un final equivalente al de los folletones antiguos:
Continuará.