Mario Vargas Llosa, el don de la ubicuidad
Universos. El escritor nicaragüense, Premio Cervantes 2017, ofrece una lectura de cómo el nobel peruano, en su narrativa, desde escenarios locales, se extiende y se apropia de ambientes extranjeros para sus ficciones.
Por: Sergio Ramírez, escritor
De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversario de su Premio Nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es la apropiación de los escenarios.
Esa virtud excepcional de naturalizar los ambientes extranjeros, la he hallado antes en Graham Greene; y solo para referirme a sus novelas de ambiente latinoamericano, cito El poder y la gloria, en Tabasco, en los años de la revolución mexicana; Nuestro hombre en La Habana, en los años anteriores a la revolución; Los Comediantes, Haití bajo la dictadura de Papa Duvalier; y El cónsul honorario, años setenta, en el nordeste de Argentina.
Se podría obviar el tema bajo el alegato de que, en la medida que un escritor gana en formación cosmopolita, y se desprende de la piel nacional, entra con facilidad en cualquier otro escenario, y lo asume como propio; y porque, al fin y al cabo, la novela es artificio y simulación, y todo se consigue con habilidad suficiente.
Pero no es tan sencillo. Porque lo primero que un escritor debe lograr, y esta es la prueba de fuego, es convencer al lector local de que le está contando con propiedad el entramado de su propia historia; que es convincente cuando le describe las calles y los ambientes, barrios y plazas, metederos y cantinas, y que le está hablando con los matices de su lengua de todos los días.
El escenario natural de un novelista está formado por sus percepciones sensoriales de la infancia y la juventud, que es cuando se fija la memoria sentimental, y visual, y esos años de formación vienen a ser raíz de la experiencia duradera que luego se refleja en la página escrita. Lo aprendido y lo percibido es lo contado.
Aun Carlos Fuentes, que vivió de niño y de joven una vida errante en Panamá, Argentina, Chile, Estados Unidos, pues su padre fue diplomático de carrera, con cambios constantes de destino, es un escritor cuya obra gira constantemente alrededor de México y de la historia mexicana, y su percepción del poder es la del PRI mexicano.
Si habláramos de escenarios concéntricos en las novelas de Vargas Llosa, el primero es Lima, descrito en su ópera prima La ciudad y los perros, y luego, con creciente maestría, en Conversación en La Catedral. Cuando se empieza a hablar de novela urbana en América Latina, Lima es la urbe de Vargas Llosa, con una población que aún no supera el millón y medio de habitantes, y aún no deja de ser provincia.
El siguiente de esos escenarios concéntricos sería el territorio del Perú, como tal, que empieza a estar presente en otra de sus obras fundamentales, La Casa Verde, un escenario muy geográfico, que se desplaza de ida y vuelta de la Amazonia a la costa norte del Pacífico, entre Santa María de Nieva e Iquitos, y Piura.
Pero hay un tercero, que es el círculo exterior, donde las fronteras nacionales quedan atrás, y la experiencia narrativa se extiende hacia el ámbito que podemos llamar extranjero, por extraño. En La guerra del fin del mundo, en La fiesta del Chivo, o en Tiempos recios, esos territorios son Brasil, República Dominicana, Guatemala, países donde el novelista nunca ha vivido, y ha debido hacer una investigación de campo exhaustiva, para documentar esas novelas:
La guerra de Canudos, en el nordeste de Brasil a finales del siglo diecinueve; la dictadura sanguinaria del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en la primera mitad del siglo veinte; y la revolución democrática de Guatemala que se inicia en 1944 y termina con el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en 1954, para dar paso al régimen militar del coronel Carlos Castillo Armas.
Se trata de periodos que no son contemporáneos; hay que rastrearlos en la historia, y exigen por tanto una aproximación más compleja. Libros, documentos de archivo, testimonios personales, entrevistas; lo que haría un historiador, o un periodista. Son materiales que pueden dar claves de aproximación al tema, para entender su trasfondo, pero no resuelven la dificultad mayor, que es la de entrar en la atmósfera local; un asunto que no es solamente de escenario, sino también de lenguaje, y de la sutileza de las percepciones.
El poder de la narración, para convencer acerca de la veracidad de lo narrado, pasa a depender entonces de una facultad de penetración que va más allá de la habilidad técnica para contar, y ordenar los materiales.
Este don de ubicuidad literaria hace que el novelista pueda situarse dentro de lo ajeno, no como quien va de visita, sino como quien se queda a vivir, o ha vivido siempre allí. Porque ha podido convertir la imaginación en herramienta de apropiación, y es capaz de volver verdadero lo ficticio.
Con el presente artículo, especial para La República, el autor de Margarita, está linda la mar, rinde homenaje al escritor peruano al cumplirse el décimo aniversario de haber recibido el Premio Nobel.
(Pedro Escribano)