En el famoso Federalista N.º 47, James Madison escribió uno de los pasajes más memorables del constitucionalismo contemporáneo: “Para que la separación de poderes produzca beneficios en términos de una mayor limitación de las capacidades de los poderes del Estado, estos poderes no pueden vivir en mundos diferentes: necesitan convivir y cooperar entre sí; en definitiva, los poderes se invaden [encroach] permanentemente”. Partiendo de la clásica teoría de la división de poderes, el constitucionalismo norteamericano introdujo de este modo, antes que una separación estática de los poderes, un juego equilibrado en la dinámica de sus actuaciones, el denominado checks and balances, que constituye hoy el sello de identidad de las democracias contemporáneas.
En esta arquitectura constitucional, el papel del Poder Judicial se vuelve relevante, sobre todo, en contextos de crisis de legitimidad de representación, contextos como el que atravesamos hoy en el Perú, en los que importantes sectores de la sociedad excluidos de la democracia representativa buscan la garantía de sus derechos o el control del poder político a través de procesos judiciales.
Lamentablemente, en el contexto de polarización y disputa de intereses que ha copado las instancias de representación en el Congreso en los últimos años, el control del poder público, pero también privado, se ha convertido en el leitmotiv de las disputas políticas. Desde el uso de las facultades del control político, como la interpelación y la censura en manos del Parlamento, hasta la competencia del presidente de la República para disolver el Congreso.
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Asimismo, el uso de instrumentos de control constitucional para, sorprendentemente, no controlar las leyes, sino más bien confirmarlas, como lo que hemos visto en la reciente decisión del Tribunal Constitucional; o, más recientemente, el uso desde el Parlamento de un proceso competencial para paralizar en forma sistémica el control judicial de algunas de sus actuaciones más cuestionables. Todas estas acciones proyectan, en conjunto, una preocupante tendencia al monopolio del poder y a la disolución o desactivación de los mecanismos de control en el sistema democrático.
En este contexto, llama la atención que un órgano de control de tanta relevancia como el Tribunal Constitucional no se haya percatado de esto en su reciente decisión (Expediente 00003-2022-CC/TC). En esta, antes que limitar los excesos parlamentarios, restringe más bien los pequeños atisbos de control constitucional a través de los procesos constitucionales desde la judicatura.
Es verdad que en tiempos de normalidad democrática resultaría discutible que un juez paralizara la designación de miembros del Tribunal Constitucional, la elección del defensor del Pueblo o la intención de someter a juicio político a funcionarios de altos cargos, como los miembros del Jurado Nacional de Elecciones, pese a que no existe ninguna previsión constitucional que lo autorice. Sin embargo, estos no son tiempos normales y los excesos en la actuación del Parlamento han sido verdaderamente grotescos.
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De ahí que la intervención del Tribunal Constitucional a través de un proceso competencial que “corta” e interfiere procesos judiciales en trámite contra la prohibición explícita de la Constitución (art. 139.2) merece una profunda reflexión crítica de la academia. Si bien dicha posibilidad viene de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de los primeros años de la transición democrática, instrumentaliza el proceso competencial contra decisiones judiciales. Ello supone una seria amenaza a la independencia judicial y restringe, en forma desproporcionada, la potestad de control al poder que ejerce el Poder Judicial a través de los procesos constitucionales. La democracia solo es tal si es capaz de institucionalizar mecanismos adecuados y oportunos de control del poder. Dentro de estos mecanismos, los que ejerce el Poder Judicial juegan un rol fundamental.