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Opinión

Control de ira, por Jorge Bruce

Las protestas contra la corrupción y la inseguridad han estallado, mostrando un descontento popular que el gobierno ha intentado reprimir con violencia en manifestaciones pacíficas.

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Jorge Bruce

La ira ha sido una emoción dominante en los últimos días en el Perú. Primero saltó a los titulares debido al nombramiento de José Jerí en lugar de la defenestrada Dina Boluarte. De inmediato saltó su prontuario a la luz. Además de una denuncia por presunta violación sexual, diligentemente archivada por el genio de la lámpara maravillosa (también conocido como Tomás Aladino Gálvez), resultó que el flamante ocupante de Palacio tenía una orden de asistir a terapias de control de ira. Quien así lo dispuso fue la jueza que vio el caso de violación sexual. Jerí ignoró la orden judicial. Sería interesante saber cuál es el vínculo entre una acusación por violación sexual y la irrupción de la ira. La jueza debe saber algo que desconocemos.

La ira también ha estado presente en las marchas de la población contra la inseguridad y la corrupción. A diferencia de la acusación contra Jerí, en este caso se trata de una reacción saludable y legítima contra una situación que atenta contra los derechos fundamentales de la gente. El problema fue que el régimen del Pacto, aterrado por la manifestación del descontento popular, envió a la policía a reprimir con violencia este hartazgo y la consecuente desesperación. Armados como si tuvieran que repeler una invasión enemiga, bloquearon los accesos para que las personas no pudieran escapar; luego, los gasearon.

No conformes con esa agresión al derecho a la protesta pacífica, pasaron a disparar perdigones indiscriminadamente. Finalmente, escalaron la violencia y dispararon balas. Fue así que uno de los integrantes del grupo Terna asesinó de un balazo a Eduardo Ruiz Sáenz, un cantante de hip-hop conocido como Truko. Los voceros oficiales y oficiosos del régimen se apresuraron a negar lo que las cámaras de un estacionamiento mostraban con claridad.

Ha sido un vándalo el asesino, aseguraron los periodistas adictos al Pacto. Hasta que, acorralados por la evidencia, el Pacto decidió hacer control de daños y reconocieron lo que hasta entonces negaban enfáticamente: el asesino era un policía de civil, integrante de los Ternas. Este grupo es una unidad de élite perteneciente a la División de Operaciones Especiales “Escuadrón Verde”. Su misión es combatir la delincuencia de manera encubierta. Para ello se visten de civil y se mimetizan con las organizaciones criminales. Todo esto en el papel. En la práctica, como vemos, son utilizados para infiltrarse en manifestaciones amparadas por la ley y promover violencia que facilite la represión por parte de la PNP.

Además, como vemos en el asesinato del músico, al dar rienda suelta a estos agentes infiltrados, sus emociones son incontrolables, lo cual es propio de situaciones en las que un régimen corrupto se siente atemorizado. Los cincuenta muertos de los años 2022 y 2023, asesinados por las fuerzas del orden, parecen haber reforzado la idea de que la única manera de contener la ira popular es a balazos. Insisto en algo que he venido sosteniendo en mis últimas columnas: quienes buscan muertes son los sicarios del Estado y los que se dedican a la extorsión. Son, al fin y al cabo, dos caras de la misma moneda letal.

Vale la pena recordar la película Anger Management (Control de ira), de 2003. Fue dirigida por Peter Segal y protagonizada por Adam Sandler y Jack Nicholson. Este último es el terapeuta Buddy Rydell y Sandler encarna a Dave Buznik, el paciente. A través de una serie de situaciones jocosas, que incluyen la mudanza del terapeuta a la casa del paciente y su coqueteo con la novia de este, asistimos al proceso de tratamiento de Buznik. Paradójicamente, lo que el Dr. Rydell hace es colocar a Buznik en situaciones cada vez más desesperantes, poniendo a prueba su capacidad de manejar su rabia. Pese a tratarse de una comedia, mientras la veía no dejaba de preguntarme por ese método tan peculiar de tratar una emoción tan volátil y explosiva como la ira. Al final de la película se aclara que, en realidad, de lo que se trataba era de ayudar al paciente a salir de su apatía y pasividad. En otras palabras, que lograra enfrentar su incapacidad de expresar su ira y defenderse. Exactamente como esos niños que se dejan maltratar por los matones en la escuela y no saben cómo enfrentarlos.

Salta a la vista el paralelismo con la situación que estamos viviendo los peruanos. O levantamos la humillada cerviz y nos defendemos, protestando por todos los medios legales, o dejamos que este Pacto mafioso nos siga maltratando hasta destruir nuestra democracia, así como nuestra economía (ver editorial de La República del domingo al respecto). El crimen contra el músico de 32 años solo servirá para enardecer el deseo de expresar —me dice gente joven que estuvo ahí, en la misma Plaza Francia— su indignación.

La caída de Boluarte ha significado una señal de que los gobernantes de facto no controlan sus emociones, en este caso su miedo a la ira popular. Jerí haría bien en preguntarse cuál es su vida útil, en sentido figurado. Más que una terapia de control de ira, va a necesitar un analista político que le diga cuál es su fecha de caducidad. Mucho se habló de la apatía de la gente, que parecía no reaccionar contra tanto abuso y depredación de las arcas fiscales. Esa etapa parece haber terminado.

Hemos entrado en un periodo de descontento manifiesto, cuyas consecuencias son difíciles de prever. Los marionetistas de Jerí y compañía deben de estar jalándose los cabellos tratando de descifrar cuál debe ser su próximo paso. Creyeron que eran intocables. Ahora saben que, como Boluarte, son descartables.

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