
La reciente liberación de Betsy Chávez por decisión del Tribunal Constitucional ha reavivado el debate sobre los límites legales y éticos en la función pública. Si bien ha recobrado su libertad debido a cuestionamientos en el debido proceso, esto no borra el hecho de que se encuentra procesada penalmente y suspendida por el Congreso en su condición de parlamentaria.
Que apenas un día después de su excarcelación un congresista solicite su contratación como asesora en el Parlamento es un acto inconstitucional y éticamente inaceptable. Desde el punto de vista legal, el artículo 92 de la Constitución es claro: el mandato congresal es incompatible con el ejercicio de cualquier otra función pública, salvo ser ministro de Estado. Esta incompatibilidad no distingue entre congresistas activos o suspendidos.
De hecho, el artículo 25 del Reglamento del Congreso reconoce que el congresista suspendido sigue ostentando esa condición. Por lo tanto, Betsy Chávez sigue siendo congresista y, en consecuencia, está impedida constitucionalmente de ocupar cualquier otro cargo público, incluido el de asesora parlamentaria.
Más aún, el Reglamento Interno de Trabajo del Congreso, en sus artículos 23.1.b y 27.2, establece que ninguna persona con impedimento legal puede ser contratada en calidad de trabajadora de confianza. Si la Constitución, norma suprema, impide que un congresista ejerza otra función, ese impedimento se extiende a su eventual contratación en el mismo Parlamento que la suspendió.
Pero incluso si se argumentara un vacío legal a favor de Chávez, el trasfondo ético es más preocupante. ¿Qué mensaje envía el Congreso cuando se convierte en refugio inmediato de una persona procesada por intentar quebrar el orden democrático? La asesoría parlamentaria no puede usarse como carta de arraigo ni como premio político. Si fue suspendida para ejercer el cargo más alto de representación ciudadana, no puede ejercer uno menor dentro de la misma institución.
La contratación de Betsy Chávez, si se concreta, no solo contraviene la Constitución, sino que socava la legitimidad del Parlamento como institución garante de valores democráticos. Convertirlo en refugio de investigados mina la confianza ciudadana, degrada la función pública y normaliza la impunidad. Mientras sigan persiguiendo, por un lado, a los asesores íntegros y preparados y, por otro, premiando a los que salen de la cárcel, no será posible recuperar la credibilidad del Congreso.

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