
El despliegue naval de EEUU frente a las costas de Venezuela propone un desenlace conocido en la historia de las crisis e intervenciones norteamericanas en países de la región. En el pasado, el despliegue militar ha servido para presionar por rupturas internas o como el preludio de operaciones invasivas.
En la etapa Trump II, todo está por escribirse. Y borrarse en el proceso mismo de los sucesos. En la primera administración de Trump, EEUU también desplegó recursos navales cerca de Venezuela con el propósito formal de combatir el tráfico de drogas hacia EEUU. En el despliegue actual dos elementos inéditos hacen de esta operación un momento singular: la designación del régimen venezolano como un cartel de drogas -el Cartel de los Soles- con Maduro a la cabeza, y el aislamiento significativo del gobierno venezolano en A. Latina. La declaración de EEUU fue seguida de similares declaraciones de los gobiernos de Guyana, Paraguay, Argentina y Ecuador.
La mayoría de observaciones documentadas indican que EEUU no pretende ahora mismo invadir militarmente Venezuela, pero que intenta forzar la ruptura en de las FFAA que sostienen al gobierno para retirar del poder a Maduro y su grupo y abrir de ese modo una transición militar, habida cuenta del fracaso de las salidas intentadas en el pasado con gran apoyo externo. Una opción intermedia sería una selectiva intervención militar contra objetivos estratégicos venezolanos o una extracción quirúrgica de Maduro.
La impopularidad del régimen de Maduro impide que, como cuando se produjo la invasión Panamá en 1989, se forme en la región una opinión pública activa en favor de Venezuela, de modo que desde el ángulo maximalista de la derecha latinoamericana este es el momento ideal para forzar su cambio. Este aislamiento es patente en ciertos hechos como el silencio personal de Lula (hasta la elaboración de este artículo), al punto que la expresión crítica contra EEUU ha provenido del asesor de Lula, Celso Amorin; la expresión de rechazo general de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, a toda intervención, sin mención específica al caso venezolano; y el silencio del presidente de Chile, Gabriel Boric. Solo los gobiernos de Colombia y Bolivia se han expresado directamente a favor de Maduro.
Fueron más consistentes los pronunciamientos de Rusia y China, especialmente esta última, con grandes intereses en Venezuela. De hecho, entre 2023 y 2024, en un solo año, el intercambio entre China y Venezuela se incrementó en más de 50%, minerales por tecnología y armamento.
Que varios gobiernos de la región asimilen sin mayor crítica la versión de que el Cartel de los Soles -sobre cuya existencia real hay mucho por acreditar- está encabezado por el gobierno venezolano gráfica un estado de cosas con países dispuestos aceptar cualquier tono de un discurso intervencionista en la región, con el añadido de lo que vale hoy para Venezuela podría valer más adelante para México, Brasil, Colombia y Perú.
El desenlace venezolano parece no tener retorno. La ilegal reelección de Maduro en 2024 y la brutal represión cotidiana a la oposición consolida una forma de impunidad frente a la cual la comunidad internacional -especialmente la OEA, NNUU y UE- no pudo ser eficaz, como en Guatemala en 2023-2024. Maduro ha engañado hasta los regímenes más cercanos a los que, como Brasil, ilusionó con la repetición de las elecciones, razón por la cual Lula vetó el ingreso de Venezuela a los BRICS. El mensaje de este desenlace es claro: hoy, mañana o pasado el régimen venezolano no podrá ser derrotado democráticamente, sino a través de la fuerza, una transición de ruptura, con las FFAA, acción popular o intervención militar.
Lo que sucede en Bolivia es distinto. Las elecciones del pasado 17 de agosto ofrecen la imagen de un desenlace prometedor si se le compara con Venezuela. Es cierto que son experiencias distintas fuera de lo emocional e ideológico, considerando que, aún a pesar de la actual crisis económica, las transformaciones logradas por el MAS en materia social y cultural en Bolivia se cuentan a favor frente al desastre completo y continuado de Chávez y Maduro.
En Bolivia existe un movimiento popular que es anterior a Evo Morales, desde la Revolución Nacional de 1952, con un acendrado grado de autonomía que en los últimos años se ha potenciado y, sobre todo, transformado, favorecido en casi dos décadas del gobierno del MAS, una emergencia social en busca de mayor representación en el poder actual. El rechazo democrático en 2019 frente a la ilegal reelección de Evo Morales, es una prueba de esa autonomía. En Bolivia, el movimiento popular no es sinónimo de MAS.
La destrucción del MAS por su jefe y fundador -increíble pero cierto- y la crisis económica supone el fin de una experiencia desarrollista identitaria muy sugerente desde la izquierda. En el plano político el proceso electoral implicó para la sociedad la posibilidad de superar al MAS, aunque no todas las variables se centraron en la derrota del oficialismo. En el horizonte emergió el riesgo del retorno al pasado neoliberal, esta vez de la mano de la ultraderecha radical encarnada en Quiroga. Morales tuvo una opción propia, la de bloqueo electoral vía el llamado a votar en blanco.
Un volumen importante de votantes, alrededor del 30% se resistió hasta el final a empoderar a un candidato, bajo el criterio de que no sólo es importante superar al MAS, el presente, sino impedir la victoria del pasado. Ese sector se decantó por el candidato Rodrigo Paz que en menos de una semana pasó del 6% al 32%, un desembalse inédito en A. Latina y un sorpasso extraordinario.
Es muy probable que Paz gane la segunda vuelta del 19 de octubre A diferencia de Venezuela, que se encuentra a la espera de un desenlace inevitablemente militar y/o de fuerza, la de Bolivia es por ahora un desenlace pacífico y democrático, una transición que cabe dentro de los modelos teóricos mitad pactada y mitad de abajo (bottom-up) con su natural incertidumbre, entre ellas el candidato a vicepresidente en la fórmula de Paz, el capitán Edman Lara.
El clivaje boliviano luego de la segunda vuelta, si gana Paz, sería entre la restauración del viejo sistema de partidos y la reforma política mirando al futuro. En la historia reciente esta disyuntiva se presentó en el Perú a la caída de Fujimori, a pesar de que esta tuvo otra tesitura. El sistema escogió la restauración, navegó varios años con la idea de las cuerdas separadas –“no importa que la política sea mala si la economía es buena”- despreciando la urgencia de las reformas.
En el caso de Argentina, lo más decisivo está dicho. Se mantenga o no Milei en el poder, el proyecto libertario -si acaso hubo- ha terminado. Es la crónica de un desenlace anunciado. El gobierno está herido de gravedad por el escándalo de los sobornos en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) que ha tocado con rapidez a su entorno.
Según las encuestas, Milei transita de loco bueno a cruel, su aprobación ha caído de 11 puntos en dos meses y su desaprobación se sitúa alrededor del 60% en tanto los resultados del manejo de la economía macro ha dejado de ser prometedora. Más del 50% ha cambiado su opinión: el problema principal del país no es la economía, sino la corrupción.
Argentina está cerca de un desenlace. La polarización enfrenta proyectos en los que es imposible identificar lo bueno razonable. Diríamos que el problema es el pasado, el presente y el futuro. Además del fin de la motosierra libertaria, entre las certezas a la vista hay dos: la ilusión de un presidente disruptivo e innovador es reemplazada por la de un político tradicional con un entorno corrupto, y que la política brutal -te liquido, te quito derechos, zurdos hijos de…- no garantiza el éxito. Un aviso a los navegantes violentos en las elecciones que vienen, en Chile y Perú.

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