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Opinión

Mirar la política fuera de los políticos, por Hernán Chaparro

 Cómo, a pesar de las decepciones, permanece el ánimo para protestar, reclamar, proponer y construir desde intereses que se alejan de la mezquindad y el abuso.

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Hernán Chaparro

En los últimos tiempos, el desánimo de la ciudadanía con relación a la política —y el propio, para no zafar el cuerpo— circula por doquier. En las encuestas, en las conversaciones familiares, amicales o laborales, o en el incesante scroll de nuestras pantallas, el tema se hace presente.

Seguro que los diagnósticos se podrían seguir afinando para comprender cómo hemos llegado hasta aquí. Pero, por salud mental, conviene ensayar otras formas de acercarse al tema. Aquí van un par de ideas que invitan a enfocarlo de otra manera.

Un primer ejercicio es dejar de mirar solo a “los políticos”. Con facilidad, en los medios y en los diálogos cotidianos, ellos encabezan el rechazo y se les juzga como los principales responsables del desánimo actual. Sin dejar de lado la denuncia y la acción sobre esos asuntos, hace falta dedicar más tiempo a entender qué pasó y qué pasa con nosotros como ciudadanos y como sociedad civil. ¿Tenemos, en nuestros propios espacios, mejores prácticas? Tirarle piedras a los “políticos corruptos” resulta sencillo —y motivos siempre hay—, pero mirarse el ombligo es más trabajoso. Más difícil aún es preguntarse si no existe alguna relación entre “esos” políticos y nuestra manera de concebir la vida en colectividad. Porque la demanda de cambio nos incluye a todos, en los lugares donde hoy convivimos.

En los noventa participé en una investigación cuyo objetivo era identificar cómo funcionaba la toma de decisiones y, si se quiere, la democracia al interior de organizaciones sociales de base en dos distritos de Lima. En uno predominaba la población de bajos recursos; en el otro, los hogares gozaban de mejor situación económica. Apareció de todo: grupos culturales, organizaciones vecinales, programas de vaso de leche… Pero algo que llamó la atención fue la diversidad de asociaciones deportivas, principalmente de fútbol y vóley. Siempre recuerdo que las organizaciones más vinculadas, en aquellos años, a la iglesia o al Estado (grupos parroquiales, vaso de leche, comedores, etc.) eran las más organizadas. Tenían problemas, pero en la comparación salían mejor paradas. Las que encarnaban el summum del manejo vertical eran los grupos deportivos. Más a su aire, ahí mandaba quien ponía el dinero para las camisetas o quien pagaba las “chelas” para festejar triunfos o calmar derrotas. Algo parecido a la lógica que impera en varios de los actuales partidos políticos, limeños o no, donde manda el que pone los recursos.

Para entender esa forma de ejercer el poder en la vida colectiva, habría que hacer un ejercicio semejante al desarrollado por Giovanni Bonfiglio en su libro Las empresas de la reforma agraria peruana 40 años después. Allí volvió a entrevistar, tras el paso del tiempo, a antiguos cooperativistas y técnicos de la reforma agraria con el fin de evaluar qué ocurrió. Bonfiglio sostiene que había —y quizás aún hay— una manera de entender el poder y la autoridad entre los beneficiarios que chocó con el proyecto cooperativista. La idea central del autor es que el poder, en los casos estudiados, se concebía como un ejercicio concentrado de autoridad: no se divide ni se controla por otros. ¿Suena familiar?

Hay trabajos que han abordado el tema en otras organizaciones sociales y, muchas veces, lo que aparece es el desaliento. Hace unos años, en un estudio sobre cultura política en Lima, varias personas que habían sido muy activas en organizaciones de base confesaban ya no querer participar más porque la dinámica se había tornado demasiado conflictiva. Los edificios de departamentos, por poner otro ejemplo de vida en común, hoy proliferan en todas las ciudades del país y obligan a los vecinos a tomar decisiones grupales. Muchas veces, la experiencia se convierte en una pesadilla. Es otro espacio donde podemos mirarnos a nosotros mismos y en cómo ejercemos —o mal ejercemos— el poder compartido. Las semejanzas con ciertas dinámicas parlamentarias son inevitables.

Otra manera de variar la mirada sobre la situación actual es entender qué motiva a determinadas personas a acercarse a la política a pesar de todo lo que sabemos de ella. Aquí la lógica se invierte: conviene detenerse en quienes, contra viento y marea, mantienen la ilusión y las ganas. Me refiero, claro está, a grupos e individuos que se acercan con objetivos constructivos, porque sí los hay. Están hoy desconectados entre sí y su voz aún no logra imponerse sobre el discurso pesimista o cínico. Sin embargo, existen muchas personas, colectivos y organizaciones que, a pesar de todo, quieren hacer política a partir de objetivos de bien común.

Habría que entender mejor qué ocurre allí. Cómo, a pesar de las decepciones, permanece el ánimo para protestar, reclamar, proponer y construir desde intereses que se alejan de la mezquindad y el abuso. Ahí están las organizaciones que tercamente exigen investigaciones justas desde el sur del país o desde la Amazonía, los colectivos de jóvenes urbanos que buscan hacer las cosas de manera distinta, las empresas o gremios que entienden que su rol ha cambiado, o los funcionarios públicos que sí están motivados por el servicio. Algo podríamos aprender de su manera de ver las cosas, aunque muchas veces los medios masivos y las redes sociales se saturen de los discursos contrarios.

Activistas políticos corruptos abundan. Esperemos que las próximas elecciones permitan que se muestren alternativas a ese proceder. Pero solos, o repitiendo las dinámicas clientelares de siempre, poco se avanzará. El cambio tiene que darse no solo en los políticos.

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