Para los peruanos, tener calle es ser pícaro, criollo, aventado, pechador y un poco chavetero, dueño de un conjunto de experiencias y saberes que solo se adquieren de primera mano, por roce o contacto directo, en aquellas instituciones que suplementan y a veces remplazan a la escuela y la familia: el barrio, la collera, la peña, el billar, la esquina. Tiene calle el vivo, el pendenciero y piropeador, el de lengua rápida, ocurrente y contestona, el experto en mecer, evadir responsabilidades, inventar excusas y poner apodos ingeniosos. Por el contrario, no tenerla es ser tranquilo, manso, apegado a la regla. Pronunciada con desprecio, la frase «No tienes calle» es una mezcla de insulto y condena, como decirle a alguien quedado o huevón.
Calculo que esta forma tan peruana de la viveza entierra sus raíces en los tiempos de la conquista y el virreinato, cuando indios y negros debieron refinarse en el arte de la hipocresía, aprovechando el menor descuido para salirse con la suya y, con el objetivo de comunicarse libremente, evitar los castigos e incluso reírse de sus amos, desarrollaron un lenguaje cifrado que era una suma de insinuaciones, medias verdades y dobles sentidos. Con razón, una de las teorías más persuasivas sobre el origen de nuestro vals —esa apoteosis del criollismo, la bohemia y la esquina— asegura que lo inventaron los esclavos que servían a las mejores familias limeñas cuando, con los únicos instrumentos a su alcance (cucharas, cajones de manteca y guitarras de palo), comenzaron a parodiar las fiestas de los grandes señorones que, a la moda europea, eran amenizadas por conjuntos musicales que interpretaban valses vieneses.
Tener calle es también una manera de ser, un estado de ánimo y una forma de enfrentarse al mundo. Tienen más calle quienes provienen de los barrios populares, crecieron expuestos a realidades adversas y, para sobrevivir, debieron recurrir a conocimientos prácticos como saber bronquearse, tener ojo para la gente o instinto para evitar el peligro. Curioso fenómeno el de aquellos asimilados que lo adquieren de oídas, teóricamente, y lo perfeccionan por la vía de la imitación. Como ocurre con todo converso, suelen ser un remedo exagerado del original.
Es el caso de un amigo que tiene apellido inglés, creció en Miraflores, estudió en el Santa María, jamás pateó una pelota de fútbol, no fuma, apenas toma y ahora maneja un Mercedes Benz. Convencido de que tener calle es un valor absoluto, decisivo, la clave para salir adelante, triunfar y hacer plata en un país como el nuestro, ha invertido sus años de adultez en el perfeccionamiento de una imagen chispeante, lisurienta y atarantadora. Mi impresión es que, como él, una mayoría de peruanos vive convencida de que quienes carecen de calle son unos fracasados, poco menos que subhombres condenados a ser pisoteados, humillados y arrastrados por los vivos, avispados, sinvergüenzas. Porque quienes tienen calle nunca bajan la guardia ni se dejan pisar el poncho, viven atentos a la menor ocasión para obtener ventaja y sienten que las normas sociales y las leyes son una pura formalidad u obstáculo para la consecución de sus fines. Llegado el momento, éstas se pueden —más bien, se deben— saltar a la torera. Y mejor si es con ostentación, vanagloriándose al momento de hacerlo.
Esta es otra de las características del fenómeno: son sobre todo los hombres quienes alardean de tener calle. No es que sea una cualidad eminentemente masculina, sino que, hasta donde me ha tocado ver, las mujeres suelen ejercerla sin alharaca, con discreción e incluso estoicismo. Como esa señora bajita, de figura rotunda y pelos decolorados con quien hace años me tocó hacer la fila para sacar el brevete, que se le plantó a un tipo que quiso colarse y que, ante los reclamos, no tuvo mejor idea que sacar la pistola que llevaba escondida en el pantalón, pero que se achicó, no supo qué hacer y terminó reculando, marchándose en silencio cuando la señora le dijo, con gesto retador: «A ver méteme un plomazo pues, cojudo».
Además de los negocios, la idea de que tener calle es una condición para el éxito está enquistada en dos mundos: el fútbol y la política. ¿Cuál es el resultado? Que en el megacompetitivo fútbol de la actualidad, nuestros jugadores (con calle) destaquen por su falta de profesionalismo, su escaso despliegue, sus limitaciones técnicas y su desorden estratégico, imposibles de compensar con las malicias y picardías del pelotero con esquina. No es casualidad que la semana en que la selección quedó eliminada del Mundial, luego de un triste empate sin goles ante Chile, el presidente de la Federación Peruana de Fútbol, Agustín Lozano, fuera detenido por la justicia, acusado de encabezar una mafia que esquilmó a su institución de todas las maneras imaginables.
Por supuesto, donde esta idea resulta más funesta es en la política. Para probarlo está la constelación de presidentes que, a pesar del ejemplo de sus antecesores, se sintieron por encima del resto, capaces de burlar a la justicia, y terminaron enjuiciados, presos o quitándose la vida por graves casos de corrupción. Un ejemplo especialmente patético es Pedro Castillo, que accedió a la presidencia vendiéndose como un hombre ingenuo, rural, sin apegos materiales, pero que nada más ocupar Palacio de Gobierno se zambulló en el mundo de la triquiñuela y la corrupción, y que, al verse arrinconado, intentó cubrir sus delitos por el camino más aparatoso: dando un golpe de Estado. Algo parecido ocurre con Dina Boluarte, quien asumió luego de aquel experimento fallido y que, olvidando la situación de sus dos compañeros de plancha (Castillo y Vladimir Cerrón), ha visto su gestión marcada por el escándalo de los costosos relojes de la marca Rólex, y ahora tiene a su hermano Nicanor prófugo de la justicia por manipular los nombramientos de prefectos y subprefrectos para facilitar la inscripción del partido político familiar.
La idea de tener calle está tan extendida que ningún peruano se escapa. Contaminado por ella, fui presa de la fascinación hace años, cuando recién me había mudado a Madrid y unos amigos escritores me invitaron a comer en un restaurante de menús. Atendía un hombre grande y cejijunto, que respondía con gruñidos y parecía estructuralmente negado para la sonrisa. Cuando llegó mi turno, revisé la carta y le dije: «Póngame el pollo, por favor». El mozo se paralizó y, con tono cortante, sin levantar la mirada de su libreta, me dijo: «El pollo está malo». Quedé tan descolocado que tardé en procesar lo que acababa de ocurrir y, en consecuencia, en cambiar mi orden. ¿Qué maravilla acababa de presenciar? ¿Cómo era posible que, en lugar de aprovecharse de mi ignorancia, ese buen hombre hubiese cometido la temeridad de ser sincero?
La suma de experiencias como esta ha redoblado una duda que llevaba años asaltándome. ¿No será, más bien, que hemos vivido engañados? ¿Que la importancia que le damos a tener calle nace de la precariedad y la falta de instituciones, de la necesidad de afrontar los problemas solos, desde el individualismo más excluyente y salvaje, y por tanto es un falso valor que, conspirando contra un pacto social más o menos sensato, que parta del bien común y la convivencia civilizada, frena nuestro progreso? ¿Qué respondería un alemán que cede el paso, respeta los cruces de cebra, para en cada luz roja y nunca infringe el límite de velocidad, si le dijésemos que podría ir más rápido «si tuviera calle»? ¿Con qué cara nos miraría un sueco si nos burláramos de él con el mismo argumento, porque a la hora de hacer su declaración jurada no falsea los números y termina entregando al Estado unos impuestos que equivalen a la mitad de sus ingresos? ¿Qué nos dirían un suizo, un inglés o un japonés, que gozan de todas las ventajas de vivir en el primer mundo, e ignoran ese activo incierto: tener calle? En otras palabras, ¿quiénes son los verdaderos vivos del barrio?