Donald Trump ha salido a celebrar su nuevo ascenso al poder llevando de la mano, cual trofeo, a su esposa Melania, quien, dadas las circunstancias, tuvo que mostrar su más amplia sonrisa. Sin embargo, la imagen que me queda de ella es aquella de octubre pasado, cuando, en un evento deportivo junto a su esposo-candidato, una indiscreta cámara la pescó dándose la vuelta y poniendo cara de hartazgo (asco, dirían algunos).
Pero ¿quién puede culparla? Vivir al lado de semejante narcisista y megalómano debe ser cualquier cosa menos un paraíso. Trump es el epítome del macho cavernícola que piensa que las mujeres son seres de segunda categoría a las que ora puedes “agarrarlas del coño y hacerles lo que quieras” (Grab ‘em by the pussy. You can do anything) y ora “protegerlas incluso contra su voluntad” (I wanna protect whether the women like it or not).
Pero esa pequeña rebeldía de Melania no quita para nada que, a ojos de los conservas que siguen a su marido, ella es ahora la primera TradWife de la Nación, justo el perfil que necesitaba el alienígena naranja para reforzar la lealtad de su voto femenino, totalmente distinto al voto femenino que se decantó por Kamala Harris.
Ni siquiera la autobiografía que Melania publicó hace unas semanas se sale del molde, porque, en ella, no menciona ni por asomo las infidelidades de su esposo (una justo cuando ella estaba embarazada), sus contratos de silencio con las mujeres que lo han enjuiciado por abuso sexual y, menos, sus propios sentimientos sobre esas humillaciones públicas. No. Eso se barre debajo de la alfombra y solo escribe sobre trivialidades como su carrera de modelo, sus anécdotas de cuando fue la first lady y anécdotas prescindibles.
Pero ¿qué diablos es una TradWife?, se preguntará usted, curioso lector. Es un neologismo en inglés que podría traducirse como “esposa de antes”: sumisa, abnegada, gran cocinera, ama de casa perfectita, siempre dispuesta a dejar que el marido brille, pero, sobre todo, alérgica a ganar dinero por su cuenta. Es decir, la imagen que Melania tiene que asumir por razones políticas, pero que, para muchas mujeres del sector republicano, es una forma de vida de la que presumen orgullosas.
La elección de Trump ha traído a la luz un fenómeno inesperado: un 45% por ciento de las mujeres norteamericanas lo votaron, cuando se esperaba que el voto femenino sería abrumadoramente pro Kamala. Y, curiosamente, un gran porcentaje de esas mujeres están situadas a la derecha de la derecha. Mujeres reaccionarias (en el sentido de oposición del progresismo), para quienes el enemigo es el feminismo, al que acusan de “haber destruido a la familia”.
Estas mujeres levantan banderas contra conquistas femeninas que, a estas alturas, están tan normalizadas que ni siquiera se cuestionan. Son capaces de defender la sumisión hacia el hombre como un imperativo e incluso se oponen, no ya a que las mujeres trabajen fuera de casa, sino incluso hasta que voten, se informen sobre asuntos políticos o participen de actividades públicas.
Y no, no estamos hablado de mujeres de sectores bajos sin acceso a información, sino de muchas provenientes de hogares acomodados. Las TradWives suelen ser mujeres jóvenes con buen nivel de educación. De hecho, antes de ser esposas, en el período de convivencia con el macho alfa de sus sueños, suelen llamarse stay-at-home-girlfriends (novias que se quedan en casa), y comparten en sus redes sociales imágenes de una vida idílica en la que ellas se dedican a ponerse bonitas, tener la casa impecable y complacer los deseos del peor es nada a cambio –por supuesto– de que este corra con todos los gastos.
¿Hay ideólogas del tradwifismo? Bueno, la mayoría son influencers con millones de seguidores en redes sociales que aparecen vestidas a la usanza de los años 50 y preparando los platos preferidos del esposito, como Hannah Neeleman (esposa de un heredero de la línea lowcost Jetblue), que tiene 34 años, ocho hijos y vive en una granja en Utah. Pequeño detalle: es de formación mormona, esa secta fundamentalista tantas veces sospechosa de poligamia y abuso infantil.
Pero la reina de las TradWives es sin duda Estee Williams, una tiktoker republicana, cristiana, blanca, rubia y de ojos azules, quien, entre receta y receta, suele largarse unos rollos cavernarios acusando al feminismo de haber lavado el cerebro de las mujeres para que estas dejaran sus “deberes”. ¿La salida? Buscarse un macho que gane lo suficiente para mantenerlas. ¿La contraprestación? Ser lindas, serviles y aguantadoras. Negocio redondo.
Pero lo que estas jovencitas nunca mencionan es un detalle: ¿qué pasará con ellas cuando se les vaya la juventud y su macho proveedor se harte de apechugar con el costo de sus coqueterías y se percate de que, en realidad, no tienen nada más que ofrecer en la relación de pareja? Bueh, esa cara de la moneda, por cierto, no la quiere mirar ni siquiera doña Melania Trump. Y eso que sus antecesoras en el lecho del casquivano de Donald, Ivana y Marla, ya lo vivieron en carne propia.
Por lo pronto, el movimiento TradWife –como tantos otros salidos de las cavernas– es funcional a los intereses de la ultraderecha republicana, aunque, para el resto de la humanidad, es una involución en las relaciones de género. Habrá que ver, en el futuro, cuántas madres estarán dispuestas a criar hijos que deban mantener a una zángana cuyo único mérito sea quedarse bonita y calladita y, sobre todo, cuántas jóvenes realmente querrán anularse como ciudadanas solo para tener a alguien que las mantenga.