El despliegue de seguridad que exhibirá el presidente Biden a su llegada al Foro de APEC será descomunal. Incluye el ingreso de 600 efectivos del ejército y de la infantería de marina de los Estados Unidos, provistos de 6 ametralladoras, 160 fusiles, 20 pistolas y 18 escopetas, además de un equipo de desactivación de explosivos. En el aire, 2 aviones Boeing, 4 helicópteros Black Hawk Air, entre otros.
Los cordones de seguridad que se armarán alrededor del presidente Biden obedecen a protocolos de seguridad de los Estados Unidos en cumbres de esta importancia, pero son también, sin duda, una demostración de fuerza en Latinoamérica, que guarda la memoria de cruentas intervenciones armadas, operaciones encubiertas y golpes de Estado. Una performance que es, en sí misma, una práctica de dominación imperialista.
De ahí que la imagen del despliegue militar norteamericano alimente los fantasmas de la Guerra Fría en las redes sociales. Se evocan figuras del pasado: Salvador Allende (1973), Jacobo Árbenz (1954) y el Che Guevara muerto en Bolivia (1968). Se llega incluso a imaginar a los marines desplegados en la avenida Abancay reprimiendo a los manifestantes. El recelo histórico imagina actualizaciones de las escenas del pasado. Pero América Latina vive otro momento geopolítico. El politólogo Abraham Lowenthal señala el fin de la “presunción hegemónica” de los Estados Unidos en la década de 1970. En el siglo XXI, países de América Latina, principalmente del Cono Sur (Chile, Argentina, Brasil), están en una realidad económica multipolar, donde Estados Unidos es un “socio más” entre los socios principales de la región, junto a China, la Unión Europea, los BRICS y otros. En este contexto, aseguraba Lowenthal, las preocupaciones de los EE. UU. son menos ideológicas “y se refieren básicamente a cuestiones prácticas de comercio, finanzas, energía y otros recursos” (NuSo) y a problemas de seguridad regional, como el narcotráfico.
La presencia china en América del Sur ha pasado más desapercibida porque irrumpe en sectores estratégicos de nuestros países, pero sin la impronta de la presencia militar de los Estados Unidos. En el Perú, los consorcios chinos ya controlan más del 20% de los proyectos mineros, muy por delante de la presencia norteamericana, con un 9.6% (CooperAcción). Entre los proyectos chinos destaca Las Bambas, de alta conflictividad social y pasivos ambientales.
No obstante, las actividades de las flotas pesqueras chinas en América del Sur han expuesto el músculo del capitalismo chino y plantean amenazas de seguridad en la región. Se discute qué hacer frente a las incursiones de los barcos chinos. En marzo, se inmovilizó un buque chino en Ushuaia (Argentina) con 163 toneladas de merluza negra sin permiso de captura. En marzo de 2016, ocurrió un incidente mayor cuando la Armada argentina hundió una embarcación china sorprendida pescando dentro de la zona económica exclusiva argentina. En Brasil, se estima que cada año unos 400 barcos chinos ingresan a sus aguas territoriales y pescan de forma ilegal atunes, mariscos y otras especies. La concesión del puerto de Itajaí, en el estado sureño de Santa Catarina, suscitó preocupación entre pescadores, ambientalistas y sectores políticos al saberse del interés de China, según el Maritime Herald. El gobierno brasileño ha optado por una salida provisional: ha otorgado la concesión del puerto por dos años a una corporación nacional.
Mientras esto ocurre en el Cono Sur, en Perú la pesca indiscriminada de pota o calamar gigante por parte de embarcaciones chinas este año adquirió ribetes de catástrofe alimentaria. No solo ha perjudicado a los pescadores artesanales, sino que ha provocado el incremento del precio de la pota (400%), que, en consecuencia, ha desaparecido de las mesas de las familias más pobres. También es grave que, ante la depredación de nuestro mar, a vista y paciencia de la Marina de Guerra del Perú, el Ministerio de la Producción se haya tomado todo el tiempo del mundo antes de emitir el decreto supremo que obliga a las embarcaciones extranjeras a instalar el sistema de rastreo satelital SISESAT.
La fragilidad institucional del Estado peruano contrasta penosamente con las decisiones de Estado tomadas en Brasil, Chile y Argentina. El Estado peruano parece sumido en un coma inducido.
El megapuerto de Chancay es una oportunidad para el Perú, siempre que el Estado peruano tenga una visión geopolítica que logre enmarcar su presencia y uso dentro de los intereses nacionales. Siempre que exista un Estado y no un gobierno que vive al día, hipotecado a los turbios intereses del Congreso y cuyo primer y segundo punto de agenda política es sobrevivir. Pero cuando lo más importante para la presidenta Dina Boluarte es la foto con el dignatario extranjero, hay razones para preocuparse.