La ficción de un Perú moderno, fruto del crecimiento económico, ya no es creíble. La ciudadanía es cada vez más consciente de que era un relato fantasioso que quisimos creer y que ya no hay cómo sostener. Como en el cuento de Andersen, ‘El traje nuevo del emperador’, la ilusión que generaba consenso resultó falsa: en realidad, el rey estaba calato.
Pero si alguien mantenía los ojos cerrados —como los ministros y la presidenta—, la bulla que esta semana ha generado el paro de transportistas en la capital los obliga a mirar la realidad. Lima amaneció inmovilizada, con más de 60 líneas de transporte público con el servicio suspendido. Su demanda (su exigencia) no es particular. Es la vida.
Al paro se plegaron cientos de pequeños empresarios que, como los transportistas, están cansados de vivir bajo extorsión permanente. Noam López, en una radiografía de la situación en Lima, señala que cerca de 2.600 bodegas han cerrado y 9.000 han puesto denuncias por extorsión entre 2023 y 2024. Nueve choferes han sido asesinados en lo que va del año, así como cinco dirigentes de Construcción Civil.
Muchos empresarios de la construcción se ven obligados a incorporar una nueva partida en sus presupuestos: la paz social, que no es otra cosa que el pago de un porcentaje de la obra por “seguridad”.
Pero esto no es nuevo en el país. Trujillo es una ciudad que vive bajo esta modalidad criminal desde hace mucho. Los asesinatos en Sullana están a la orden del día. El clamor por acciones del Estado es de mucho tiempo atrás. Pero hoy también toca a sectores medios y acomodados de la capital.
Más de 20 gremios empresariales, entre los que están Confiep, ADEX y la SNI, han suscrito un pronunciamiento señalando que hay un gobierno paralelo: el del crimen organizado. Cabe preguntarse: ¿cómo es posible que haya una estructura con poder en el territorio al nivel de un gobierno paralelo?
En 2015, Ganoza y Stiglich decían que el Perú está calato, ya que nuestro crecimiento económico no era un verdadero milagro, sino solo el espejismo del boom de materias primas. Sin incremento de la productividad y sin capital humano, la inversión generaba una ilusión tranquilizadora, pero ocultaba tareas urgentes. Hoy va quedando más claro que, junto con la productividad, varios problemas por los que atraviesa el país tienen que ver con otro mito: el de la utopía neoliberal del Estado mínimo.
En los años 80, la inflación destruyó la economía, pero también carcomió la capacidad del Estado para gestionar servicios de manera eficiente. Con el carné partidario como vehículo de ingreso, la burocracia creció sin meritocracia. Fujimori aplicó un shock económico para frenar la inflación y atraer inversión, mientras atacó al Estado y su ya precarizada capacidad de gestión, planteando como solución su reducción al mínimo. Despidos generalizados e islas de eficiencia. Las instituciones económicas debían funcionar bien; los bienes y servicios públicos eran secundarios, solo para pobres, pues los sectores medios y altos resolverían sus necesidades en el mercado.
La pandemia reveló los límites de la salud privada y puso en evidencia la urgencia de un sistema de salud público sólido. La ola de extorsión que vivimos ahora muestra que una policía precarizada y sin profesionalización es una bomba de tiempo. Los serenazgos municipales solo dieron apariencia de seguridad en distritos ricos y hoy muestran sus límites.
La exigencia de aprobación de normas más severas y la creación de un nuevo tipo penal (terrorismo urbano) no van a resolver el problema. Solo calmará la conciencia de congresistas que, para garantizar su impunidad, facilitaron la vida al crimen organizado. Si la policía no funciona, estas medidas no servirán. Tampoco si el Ministerio Público sigue desbordado y politizado como ahora, o si el Poder Judicial sigue perforado por los ‘Cuellos Blancos’ y otras mafias. En síntesis, sin una fuerza pública capaz de implementar políticas públicas, seguiremos comprando trajes fantásticos que en la realidad mantienen calato a nuestro Estado.
En Argentina se debate hoy el efecto de las medidas de Milei en su economía y en la vida diaria de la gente. Parte del debate tiene que ver con la desactivación de oficinas y áreas enteras del Estado. A esto, los argentinos le llaman el “vaciamiento del Estado”. Pero en Perú no hay un personaje histriónico con una motosierra amenazando con destruir el cuerpo del Estado. En nuestro país hay un piloto automático que lo viene haciendo de manera sostenida desde dentro. Esto es peor; en Argentina, al menos, el cierre de oficinas y la paralización de algunos servicios son parte de una discusión pública muy acalorada y formaron parte del debate electoral. Aquí no hay ni discusión ni plan. Hay simplemente deterioro.
El Estado ya casi no tiene capacidad de contratar ni ejecutar el presupuesto público de manera autónoma. Junto con brindar servicios de calidad, el Estado debe producir bienes públicos y construir infraestructura básica que permita cerrar brechas en nuestro país. Los serios problemas en el sistema de contrataciones y licitaciones públicas lo impiden.
No es un problema nuevo, pero sí agravado. No lo queremos resolver. Buscamos atajos que saquen la papa caliente del Estado. Primero buscamos a Unops y OIM para que contraten y liciten de manera excepcional, y luego se generalizó. Después optamos por fomentar las APP, pero sin mayor análisis costo-beneficio y dejando contratos complejos en manos de equipos precarios, lo que genera las condiciones para el festival de adendas que corrompieron el sistema. Hoy la fuga se hace a través de los convenios Gobierno a Gobierno.
Todas estas medidas sirven para atender urgencias, pero no para abordar la tarea de fondo: construir una fuerza pública capaz y un Estado eficiente al servicio de la ciudadanía.