Escribe: Ana María Guerrero Espinoza, psicóloga clínica, directora del Proyecto UMA
Cuando el pasado 28 de julio Dina Boluarte llegó al Congreso, sorprendió por el inusual abrazo que se dio con Eduardo Salhuana, el nuevo presidente del Legislativo. Si Boluarte debe responder por las masacres del 2022 y 2023, él está fuertemente vinculado a la minería ilegal, con todo lo que implica de depredación, sicariato y trata de personas.
Sin embargo, ese abrazo no brota en tierra infértil. La congresista María Cordero dio la pista al justificar el recorte de sueldos a sus trabajadores: “Es una costumbre al fin y al cabo”. A esa costumbre, F. Durand la llamó la cultura de la transgresión, fenómeno de la sociedad peruana que legitima la costumbre de violar las leyes, desde lo más chiquito y cotidiano hasta los escándalos más grandes. Al ser una cultura, se produce un serio trastoque de valores: la corrupción ya no se lee como tal, sino como simple reciprocidad o el aprovechamiento de una buena oportunidad. Sin embargo, el sistema alimenta la percepción de impunidad: todo el mundo tendría, pues, su wayki, su hermanito.
Es urgente una política nueva con meditado compromiso ético. Una política que enseñe a enfrentar realidades incómodas, que rechace por principio esa cultura de la transgresión y enseñe, por ejemplo, a respetar las reglas y rechazar proyectos autoritarios. Y que abdique, finalmente, de relatos negacionistas, esos que minimizan —además de los hechos— la comprensión de sus consecuencias. En el Perú lo vimos tanto en el fraudismo como en la justificación del golpe de Estado que intentara Pedro Castillo. La política nueva debe rechazar la disociación de la realidad, esa que separa la vida cotidiana de la vida social y política. Sin ética se perpetúa la transgresión, y con eso se cava más hondo la vulnerabilidad social, la injusticia y la impunidad.