En una reciente entrevista , la antropóloga y politóloga Carmen Ilizarbe, se refirió al gobierno fujimorista de los noventa como “un caso de neoliberalismo bien instalado”. Palabras bien puestas que merecen especial reflexión ahora que la jefa y heredera de la organización que lleva su apellido se encuentra en la extraña posición de ser simultáneamente la política más influyente en el presente gobierno y la principal acusada en un juicio por lavado de activos y otros delitos que comprometen a algunos de los empresarios, banqueros y medios de comunicación más poderosos del país. De allí el también atinado título de un elocuente artículo que la periodista Jacqueline Fowks publicó en la revista Brecha, de Uruguay: “El juicio a una empoderada”.
Se trata del juicio más importante en lo que va del siglo y que los acusados buscaron obstruir a toda costa, y lo siguen haciendo con distractores falaces pero efectivos, como el anunciar que el viejo exdictador y padre de la principal acusada va a candidatear el 2026, cosa que saben imposible. El juicio destruye el mito que de que son “víctimas de una persecución política” porque la Fiscalía cuenta con alrededor de mil involucrados, entre testigos y agraviados, que están revelando una verdad irrefutable. Tanto es así que los propios acusados se han visto obligados a admitir que han blanqueado millones de dinero sucio y comprado “aportantes fantasmas” (y dicen, sentido del ridículo, que no delito, que son donaciones que debían quedar en la “confidencialidad”). El desvelamiento de hechos delictivos irrefutables resulta incómodo para quienes los han negado sistemáticamente, tienen ambiciones políticas y se ha acostumbrado a actuar en la penumbra.
Dicha actuación en las penumbras es básicamente la práctica que el fujimorismo convirtió en política de Estado en la convicción de que el poder es un festín que otorga impunidad. Y tal vez no les faltaba razón pero, como lo demuestra el fiscal José Domingo Pérez –que ha resistido con tenacidad los embates del poder mediático, del Congreso y del propio Ministerio Público con la anterior fiscal de la Nación– solo hasta cierto punto.
El juicio es importante no solo por ser un acto de justicia sino también por ser un acto pedagógico. Te dice que tus acciones tienen consecuencias y debes asumirlas, que los demás existen, que el país existe, que tienes que dar cuenta a los ciudadanos que han votado por ti, a los clientes que han confiado su dinero a tu institución, y a los que confían veracidad de tus noticias. Esto es relevante a propósito de que se cumplen 200 años de que conseguimos la soberanía del imperio español en Ayacucho.
Al respecto, vale recordar el primer artículo de nuestra Constitución de 1834: “La nación peruana es independiente; y no puede ser patrimonio de persona o familia alguna”. Vale recordarlo, digo, porque el fujimorismo más que un partido es un clan familiar que usó el aparato del Estado con fines delictivos –padre e hijo, Alberto y Kenji Fujimori, fueron condenados a 25 y 6 años respectivamente–. Ahora el fiscal Pérez ha pedido 30 años para la jefa del clan, Keiko Fujimori. Que se zurren en ello y no les dé vergüenza, es parte también del cinismo como política de Estado instalada con el fujimorismo y que tiene en Boluarte a una buena discípula. Y valga recordarlo, por último, porque hoy algunos mequetrefes que fungen de ministros se llenan la boca de “soberanía” para desautorizar pactos que nuestro país ha suscrito con organismos de internacionales y ningunear a prestigiosas organizaciones de derechos humanos, pero se olvidan de la soberanía cuando se trata de barcos chinos que pescan impunemente en nuestros mar; pedir cuentas a la empresa española Repsol por el peor derrame de petróleo de nuestra historia; o defender las fronteras amazónicas del ‘Tren de Aragua’, el ‘Comando Vermelho’, mafias del narcotráfico, tala y minería ilegal, que además de depredar nuestros recursos han asesinado a 34 defensores ambientales indígenas en los últimos 10 años. Hablan de soberanía, pero se dedican a promulgar leyes hechas a la mediada de esas y otras mafias, ayudando a corroer más el tejido social y el principio de autoridad. Pero no se pronuncian sobre el asesinato de Mariano Isacama, líder kakataibo cuyo cuerpo fue encontrado sin vida con un balazo en la cabeza, después de semanas de búsqueda por sus propios compañeros, sin que interviniera la policía pese a que, por semanas, denunciaron amenazas y pidieron apoyo del Estado.
Ante este abandono del Estado, los kakataibo han decidido tomar acción por sus propias manos movilizando su “guardia indígena” y se han declarado “en emergencia”. Esto implica, según un video propalado por Epicentro, controlar los caminos para detener el embate de los colonos aliados con narcotraficantes que están invadiendo sus tierras: un patrón histórico que nos remite a Bagua del 2009. Ante el abandono del Estado, los ciudadanos toman la justicia por sus propias manos, corre sangre y luego ellos son los culpables, los “violentos”, los “terroristas”. Pero hoy la situación es peor porque criminalidad organizada está vinculada a bandas internacionales y el Congreso legisla su favor. Por eso, si una de las responsabilidades del Estado es defender el interés ciudadano, yo me siento más protegida por un líder kakataibo que por el ministro del interior que no solo amenaza a periodistas, sino que es un abogado defensor de hampones extraditables.
El fujimorismo de los noventa fue una política exitosa desde que se instaló en un país en ruinas y logró vender una ilusión de presente y de futuro. Pero en su éxito están también las claves de nuestra desgracia actual por el tipo de cultura que se enquistó en la sociedad y en la política: la de un país con autoridades sin autoridad moral, sin otro norte que el aprovechamiento personal de sus cargos; el de la informalidad endémica, el del “sálvese quien pueda”, el del “qué me importan los otros”. En suma, el del individualismo extremo.
Heredamos también lo que Carlos Iván Degregori denominó la “antipolítica”, el entendimiento del opositor no como un rival a convencer, sino un enemigo a destruir y la estigmatización del que piense diferente al “modelo”. Heredamos el mito del “libre mercado” y las privatizaciones como panacea. La “desregulación económica” pasó a ser también la desregulación de la moral y de los principios. Todo era posible. En ese mercado desregulado puedes comprar tesis plagiadas o inexistentes, títulos falsos, y llegar a ser congresista, fiscal de la Nación y hasta presidente. Y el Estado se convirtió en una mala palabra, mientras se vivía de él. No es entonces cierto que buscaban que el Estado no intervenga en la economía, sino que lo haga solo para los grandes, como lo demuestra la ley de exoneración de impuestos a los agroexportadoras, vigente hasta hoy.
Pero el juicio a Keiko Fujimori está abriendo una esperanza de justicia que llega en el mismo momento que un contundente informe de Amnistía Internacional sobre las masacres cometidas por el presente Gobierno, que no puede ser apagada.