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Opinión

El clan Fujimori, por Rafael Belaunde Llosa

Keiko Fujimori asume el activo y el pasivo de la gestión gubernativa del padre. Ya no es la hija del exdictador, buscando su propio espacio, tendiendo puentes con detractores en aras de una propuesta nueva, sino que hace suya la acción gubernativa del padre y convierte su acción política en una de reivindicación y relanzamiento del viejo Fujimori. 

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Imagen de la fotoportada de Rafael Balaúnde.

Nunca voté por Alberto ni por Keiko Fujimori, salvo en la segunda vuelta de 2021 contra el desastre económico y amenaza al orden democrático que era Pedro Castillo.
En 1997 participé en las marchas universitarias contra el intento arbitrario de destituir a tres magistrados del Tribunal Constitucional. Fue mi primera participación en el activismo político. Los probos magistrados habían declarado inaplicable la ley de interpretación auténtica, que habilitaba una tercera postulación presidencial de Fujimori, a pesar de que ya había sido elegido presidente en 1990 y 1995. La Constitución solo permitía una reelección. Con abuso de una tramposa aritmética de votos, la destitución de los magistrados se consumó y se habilitó su tercera postulación consecutiva.

Se desvió dinero público para comprar líneas editoriales de medios y portadas de diarios, se sobornó a políticos y congresistas, se tentó “la perpetuación del poder”, ya lo advertía Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Logrado su propósito inicial, el tercer mandato de Fujimori duró poco, pues el 14 de setiembre se hizo público el primero de los múltiples videos grabados por Vladimiro Montesinos. Asistimos a un desfile de congresistas, empresarios, funcionarios públicos y testaferros, que, desde una penumbrosa sala, y sin escrúpulos, vieron en el poder clientelar y la corrupción del régimen una forma de lograr ventajas. La caída de Fujimori se consumó mediante la renuncia por fax y su huida al Japón. Una vez establecido ahí, intentó un lugar en el Senado japonés. Allanado a ser súbdito del imperio del sol naciente, juró lealtad a la bandera nipona y hasta dar su vida por ella.

Complaciente con los cantos de sirenas, creyó que desde Chile podía llegar a Tacna con olor de multitud y desde ahí enrumbar camino a la capital. Era la narrativa épica del retorno de Nicolás de Piérola desembarcando en Punta Caballas, para desde la puerta de Cocharcas tomar la capital; sin embargo, sus anhelos de gestas épicas aterrizaron rápidamente al ser detenido en tierras mapuches. Así comenzó un tedioso proceso de extradición. Tres cortes a lo largo de los años: Interamericana de Derechos Humanos y las supremas de Chile y del Perú vieron el caso. Con un insólito grado de responsabilidad que lo condenaba ante el derecho, la moral y la historia, Fujimori fue juzgado y sentenciado a 25 años de cárcel por los delitos de asesinato y secuestro. Sobre los de corrupción, Fujimori aceptó los cargos imputados, como el de peculado doloso, por el pago de 15 millones de dólares extraídos ilegalmente del Banco de la Nación y entregados a Montesinos, y el de usurpación de funciones en el allanamiento de la casa de Trinidad Becerra (exesposa de Montesinos) a fin de recuperar maletas y documentos. También fue sentenciado por los delitos de peculado doloso, violación del secreto de las comunicaciones y cohecho activo, por espionaje telefónico, soborno a los medios de comunicación y la compra de congresistas tránsfugas.

La hija mayor de Alberto Fujimori, Keiko, decidió, ante la detención en Santiago de Chile primero y su condena y reclusión en el Perú después, tomar la posta de la política familiar. Creó su propio partido, cargado de las viejas caras del fujimorismo primero y progresivamente incorporando nuevas figuras leales a ella. Si bien era la hija del exdictador, el mensaje era que este era un emprendimiento nuevo e independiente, uno que anunciaba rescatar los aciertos del viejo fujimorismo, pero amalgamados con la legalidad y la democracia. Tres veces consecutivas, Keiko Fujimori llegó a la segunda vuelta electoral. Si bien perdió en las tres, las dos últimas fueron por un margen ínfimo, de alrededor de 40.000 votos.

Alberto Fujimori obtuvo por parte del presidente Pedro Pablo Kuczynski un indulto por razones humanitarias, el mismo que tardó en consumarse. Finalmente, el 6 de diciembre del 2023, logra la libertad. Los familiares, empezando por su hija Keiko, sostenían que tenía la salud deteriorada, que era el dramático epílogo de su vida y que indultarlo era un gesto de piedad. Me cuento entre quienes asumimos que era un acto de magnanimidad. Era, finalmente, un octogenario con discutibles luces e indiscutibles sombras en su gestión, pero que había cumplido suficientes años de prisión y vi con empatía la posibilidad del goce de sus lacerados últimos años al lado de sus hijos y nietos; más aún cuando terroristas como Peter Cárdenas, Maritza Garrido Lecca y tantos más habían recuperado su libertad.

En un cónclave de padre e hija, acaban de decidir y anunciar que, con la libertad recuperada, Alberto Fujimori postule a la presidencia. Con 87 años en 2026, con el peso de los años, sin el vigor para el discurso y la cumbre, la maniobra está diseñada para captar votos, no importa que no esté en condiciones físicas, morales ni legales para gobernar el Perú. Confirmamos así que Fuerza Popular es la continuidad del fujimorismo noventero, el de las viejas mañas. Sigue vivo en sus quiebres deshonestos, en sus artimañas, en ese pragmatismo maléfico que lo lleva a jugársela con la izquierda congresal radical, ahí donde sus agendas subalternas confluyen a mostrarnos la sustancia viscosa de la política criolla.

Con esas declaraciones, Keiko Fujimori asume el activo y el pasivo de la gestión gubernativa del padre. Ya no es la hija del exdictador, buscando su propio espacio, tendiendo puentes con detractores en aras de una propuesta nueva, sino que hace suya la acción gubernativa del padre y convierte su acción política en una de reivindicación y relanzamiento del viejo Fujimori.

La política peruana tiene que volver a ser un apostolado, prédica y acción por el servicio público, y no cálculo subalterno por capturar una cuota de poder.