En las últimas semanas, hemos visto un frenesí en el Congreso por aprobar, de manera definitiva o al menos en primera votación, todo lo que sea posible y que esté alineado con lo más importante en su agenda legislativa: sus propios intereses. Estos son diversos y cada grupo tiene los suyos. Algunos están concentrados solo en el provecho inmediato y otros están más enfocados en estrategias de reelección, así como en acciones orientadas a la cobertura judicial para ellos mismos o sus líderes. Tomando en cuenta los temas que demandan una segunda votación, en la mayoría de los casos, ya se cuenta con los votos y solo es cuestión de tiempo. Para la segunda legislatura del 2024, buena parte de la agenda que hoy urge a los congresistas estaría ya cubierta. ¿A qué viene tanto apuro?
En julio se vence el plazo para que quienes quieran candidatear estén inscritos en una agrupación. Eso ha ido acelerando el clima electoral. Pero es obvio que otro motivo es el permanente desgaste del Ejecutivo y el Congreso. No les conviene electoralmente profundizar el descrédito. Sabemos que la idea inicial del grupo que predomina en el Legislativo era que la presidenta Boluarte se mantuviera hasta el 2026. Lo importante, como repite siempre el líder de APP, César Acuña, era apoyar la gobernabilidad y la estabilidad del Gobierno. El mundo ideal de la alianza dominante en el Congreso era un Ejecutivo suficientemente bueno mientras ellos hacían todas las reformas posibles que les convinieran. El problema es que la mandataria no se ha dado gobernabilidad a sí misma en casi ningún momento.
Y el Congreso también ha hecho lo suyo. Está claro que los parlamentarios decidieron que hacer todos los cambios que hoy explican en buena parte su bajo nivel de aprobación era el costo que había que pagar para arreglar lo mejor posible las reglas e instituciones electorales a su favor. Es como si se hubiesen convencido de que, ya que las encuestas no los apoyan, la alternativa es la manipulación de todas las leyes posibles para conseguir su reelección. Un comportamiento de este tipo trae a la memoria el concepto de identidad negativa del psicoanalista Erik Erikson.
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Este tipo de identidad se puede instalar en la adolescencia cuando un joven percibe que asumir un rol socialmente adecuado le es imposible. El miedo al fracaso lo lleva a asumir una identidad contraria que muchas veces se puede caracterizar por un comportamiento antisocial. Hay políticos que, frente a las críticas que llegan de todos lados, en lugar de escuchar y cambiar, profundizan su distancia de la ciudadanía e insisten en el abuso de sus facultades. La actual urgencia legislativa indica que, si bien la idea de llegar hasta el 2026 sigue vigente, se están preparando con todo lo necesario por si ven que mejor resulta adelantar el proceso electoral. Tienen todo el derecho a postular y mantener su actividad política; lo que no es aceptable es que se dediquen a cambiar diversos aspectos del marco legal e institucional para inclinar la balanza a su favor.
Como saben de su desgaste, ahora se habla de frentes electorales. Lo cierto es que desgastados están todos. No hay partidos que se hayan podido consolidar en el tiempo, más bien han desaparecido para volver a inscribirse (el APRA y el PPC son dos ejemplos) o han perdido apoyo. El fracaso del fujimorismo como oposición en el 2016 fragmentó la intención de voto del sector de la ciudadanía que los apoyaba y eso se vio en el 2021. Nada parece indicar que la situación haya mejorado. La izquierda tiene una larga historia de división y la performance de Castillo deja pésimos recuerdos en un sector del país. La experiencia de las elecciones pasadas y el actual descrédito partidario está llevando a más de uno a evaluar los pros y los contras de organizar un frente.
Todo indica que las próximas elecciones serán una nueva versión de la rifa electoral donde, cada día, desde el punto de vista de la ciudadanía, hay cada vez mayor desgano por informarse, asistir y pensar en la política. Dados los plazos, una fuerte probabilidad es que se repita lo que hemos visto en otros procesos electorales, pero seguramente en mayor proporción: que nadie destaque, o que alguno lidere encuestas de intención de voto durante un tiempo para que en las últimas semanas sea otro el protagonista. Lo que es difícil de visualizar es la proporción con que cada uno arribe a la primera vuelta. En los noventa, en una situación donde ya los partidos habían perdido apoyo ciudadano, Vargas Llosa obtuvo el 33% de los votos y Alberto Fujimori el 29%. Dos candidatos nuevos. Hubo un 21% de ausentismo. En las últimas elecciones, las del 2021, los primeros lugares fueron Pedro Castillo con el 19% de los votos válidos, Keiko Fujimori con un 13%, Rafael López Aliaga con un 12% y también Hernando de Soto con un 12%. No solo hubo un voto más fragmentado, sino que el ausentismo aumentó llegando a un 30%. Fujimori en los noventa no apareció en las encuestas del momento, tampoco Castillo en el 2021, salvo en los últimos sondeos de la semana previa. En los noventa, en las últimas semanas primó el boca a boca, pero hoy la comunicación horizontal por las redes sociales es más fragmentada. Puede haber mucha actividad, pero cada uno en su cámara de eco. Las conexiones entre diferentes grupos existen, pero son más laxas. ¿Serán los frentes una solución electoral? El movimiento Libertad, fundado por Vargas Llosa, decidió aliarse en los noventa con el PPC y AP, que en ese momento eran símbolo de lo que se quería dejar atrás. Le fue mal. La idea de los frentes es válida, pero como en cualquier proyecto, hay que evaluar bien quiénes se juntan y qué aporta cada uno. No todo frente suma. Y hoy lo que se busca es cambio.