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Opinión

La agonía del Archivo General de la Nación, por Paulo Drinot

“Si los archivos son tecnologías que utilizan los Estados para gobernar a las poblaciones, también es cierto que los archivos pueden servir para resistir al Estado cuando este abusa del poder”.

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La agonía del Archivo General de la Nación. Foto: difusión

Se suele atribuir la frase “cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola” a Goebbels, el jefe de propaganda de Hitler. Para los Nazis, se entiende, la cultura era peligrosa. Mejor eliminarla.

En el Perú, nuestros Goebbels criollos aparecen de cuando en cuando, cerrando muestras en el LUM, criticando películas que no han visto, terruqueando a la artista X o al escritor Y.

Pero, por lo general, en nuestro país, la cultura sufre no tanto de hostigamiento, de culturicidio, sino de indiferencia.

Que no se me malinterprete. Tenemos cultura de sobra, además de nuestro rico pasado y nuestra rica comida, tenemos arte, música, teatro, cine, literatura, poesía, etc. La turista que come un ceviche se queda maravillada. La que lee a Vallejo ve su vida transformada.

Pero a la cultura en el Perú, por lo general, no le va bien. Luce abandonada, olvidada, como una media solitaria al fondo de un cajón.

Cualquier peruano que ha visitado el Museo de Antropología en la Ciudad de México sale encandilado, pero también preguntándose: ¿por qué no tenemos algo así en el Perú?

En el Perú solemos celebrar la cultura para sacar pecho o para aliviar nuestras inseguridades. No hay mejor ejemplo que el pisco, un trago mediante el cual pareciera que seguimos peleando la Guerra del Pacífico.

Sin embargo, nuestra relación con la cultura es pobre. Es instrumental. La cultura, creemos, debe servir para algo: el turismo, traer divisas, sentirnos orgullosos de nosotros mismos o menos inferiores que otros.

El caso del Archivo General de la Nación es quizás uno de los mejores ejemplos de la indiferencia frente a la cultura. Muchos ya han comentado sobre la situación que atraviesa.

Empecé a investigar en el AGN hace 30 años. Siempre me pareció irónico que la documentación del AGN está en el sótano del Palacio de (in)Justicia. Bajo tierra, literal y figurativamente enterrada, con la justicia sentada encima. Como un calabozo de la historia.

Los problemas que enfrenta el AGN no son de hoy. Las averías en las cañerías llenas de la caca de los jueces y abogados y las ratas alimentadas con una dieta de protocolos notariales del siglo XVII no aparecieron ayer.

Las archiveras y los archiveros hacen lo que pueden, con un presupuesto bajo, para salvaguardar la documentación y asistir a los investigadores y al público en general. Hacen inventarios de documentos, los preservan, los catalogan, los digitalizan, organizan muestras para el público, sacan una revista de investigación.

Pero la situación no es sostenible. No es solo que el sótano es una bomba de tiempo. El punto es que el archivo no puede cumplir sus funciones en ese local. No puede ofrecer los servicios que debe ofrecer, no puede crecer e incorporar documentación nueva, no puede desarrollar nuevos servicios que lo adecuen al siglo XXI (o al XX, para empezar).

Varios colegas historiadores ya han comentado y criticado el plan de traslado que ha preparado el jefe del AGN. Comparto esas críticas. El plan me preocupa. Mudar el archivo a un depósito en el Callao para después mudarlo a un edificio que debería haberse construido hace años y que quizás nunca se construya no es un gran plan. Pero la alternativa, dejar el archivo donde está, tampoco es una buena idea.

Entre Escila y Caribdis. Entre Guatemala y Guatepeor. Así estamos. No se trata de negar las responsabilidades y culpabilidades de la situación. Una retahíla de ministros y ministras de cultura ineptos y sin proyectos para el AGN adecuados. Un MEF desinteresado que no suelta la plata. Un Poder Judicial que desahucia al AGN, como un prepotente propietario botando a la calle a su inquilino.

Pero la situación revela algo más profundo sobre nuestra relación con la cultura en el Perú. Claro, sin duda, debemos ‘invertir’ en cultura y dejar de decir estupideces como que los que quieran hacer películas sobre el conflicto armado interno que las hagan con su plata y no la del Estado. Necesitamos un Estado que valore la cultura y que la proteja de los filisteos que pululan en los gobiernos de turno y en los medios.

Pero, más allá de invertir, debemos empezar a pensar en la cultura de otras maneras, valorarla no por lo que puede hacer (atraer turistas, abrir restaurantes, ganarnos aplausos en el exterior, etc.), sino por lo que nos puede ayudar a entender sobre nosotros mismos. Y el rol del AGN en esta revalorización no es menor. Cualquiera que ha trabajado en el AGN entiende que lo que cobija no son solo documentos, sino el ADN del Perú.

Los archivos, nos dicen autores como Michel Foucault, son instrumentos de poder. Expresan y revelan el poder del Estado en particular, son “lo que se puede decir”, según Foucault. Como nos recuerda el intelectual haitiano Michel Rolph-Trouillot, los archivos “silencian el pasado”, excluyendo ciertos aspectos de la historia a través de lo que se considera apto para ser archivado.

Pero si los archivos son tecnologías que utilizan los Estados para gobernar a las poblaciones, también es cierto que los archivos pueden servir para resistir al Estado cuando este abusa del poder. Sin los ‘Archivos del Terror’ en Paraguay o el ‘Archivo Histórico de la Policía Nacional’ en Guatemala, no se podría haber empezado procesos de justicia tras las dictaduras en esos países.

De ahí la tentación de los poderosos de promover procesos de ‘archivicidio’, de destrucción de archivos. Pero en el Perú, estamos viendo un AGN que está agonizando por negligencia, por indiferencia hacia la cultura, y por la mediocridad de nuestros políticos. Es, a fin de cuentas, una situación que expresa bien el país tal como se nos presenta hoy.