Más de 150 muertos, cientos de desaparecidos, dos millones de damnificados. Agua por todos lados, gente sin casa, sin alimentos, sin esperanza. La tragedia que ha inundado el estado brasileño de Río Grande do Sul es como una alarmante avant premiere de lo que puede ocurrir en varias partes de este tormentoso planeta.
A fines de abril llegó la tormenta perfecta: un frente frío proveniente de la Antártida se juntó con masas de aire caliente, resaca de una ola de calor que recientemente hizo volar los termómetros en Río de Janeiro y otras zonas. En unos pocos días, ciudades como Porto Alegre fueron cubiertas por más de 5 metros de agua.
La inundación cubrió buena parte de las calles de esta capital, una hermosa ciudad que hoy luce como una Venecia improvisada, con aguas barrosas y donde, en vez de góndolas, circulan barcos de rescate. Un horror que, sin embargo, no fue provocado solo por ‘la furia de la naturaleza’, sino también por decisiones casi imperdonables.
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Eduardo Leite, el gobernador de Río Grande do Sul, cambió en el 2019 casi 500 normas del código ambiental del Estado. En esa atmósfera irresponsablemente relajada, creció la especulación inmobiliaria y se descuidaron las medidas de prevención. El hombre fue el látigo furioso del propio hombre, no la naturaleza.
“Sin inteligencia social y con la infraestructura natural destruida, tenemos un largo camino para enfrentar esta emergencia climática”, ha escrito el profesor Rualdo Menegat, de la Universidad Federal do Río Grande do Sul. El geógrafo Francisco Eliseu Aquino, de la misma universidad, declaró a la agencia EFE que “un planeta más cálido favorece fenómenos más extremos”.
En Brasil, por añadidura, el expresidente Jair Bolsonaro dejó una herencia de negacionismo científico que ha echado más fuego al clima. Esa estampa de espanto que viene ahora de Porto Alegre se puede extender a América Latina, y a todo el planeta. Salvo que haya un momento de quiebre lúcido en la mentalidad humana, antes de que el agua nos alcance.
*Ramiro Escobar es profesor PUCP